Todo sale mal la primera vez
Mariana era una chica encantadora de veintisiete años. Su vida era como aquella canción: “Nosotros elegimos, nos eligen, pero casi nunca coincide…”. A muchos chicos les gustaba, pero la mayoría solo querían una cosa: llevársela a la cama sin pérdida de tiempo. ¿Para qué esperar? Los tiempos están así. O lo tomas o lo dejas, y si no, otro lo hará.
Creció en un mundo de mujeres. Su abuela y su madre, mujeres cultas y rectas, la criaron. Le pusieron el nombre de su tatarabuela, educada en un colegio de señoritas de aquella España de antaño.
Su abuelo murió joven, y su madre se separó de su marido cuando Mariana tenía solo doce años. Desde pequeña, le encantaban los libros donde los héroes románticos defendían el honor de sus amadas, capaces de cualquier cosa por salvarlas del frío, el hambre o la desgracia. Y así soñaba Mariana: con un amor puro, entregado, con citas y besos robados bajo la luna. Era una chica moderna, lo sabía todo, pero así quería que fuese su amor.
Pero los chicos de hoy carecen de modales y paciencia. Quieren vivir rápido y disfrutar sin complicaciones. Una rosa en la primera cita, luego besos y, acto seguido, a lo íntimo. Nada de paseos bajo la luna. Las flores, si acaso, solo en fechas señaladas. Y así, siempre que la relación durase lo suficiente como para llegar al altar.
Nada de romanticismo. A muchas chicas les encantaba este tipo de amor. También ellas lo querían todo y ya. ¿Para qué perder el tiempo en citas y charlas vacías si se puede invertir en placer?
Mariana no estaba hecha para relaciones tan aceleradas. Se enamoraba hasta sentir el corazón a mil, mariposas en el estómago, y sufría viendo cómo el objeto de su deseo se liaba con otra o incluso con su mejor amiga. Los hombres corren a vivir su juerga mientras puedan, antes de que llegue la esposa y los hijos.
Todas sus amigas ya se habían casado, tenido hijos, divorciado, vuelto a casar y tenido más hijos. Y cada vez que la veían, le preguntaban cansadas: “¿Y tú cuándo encuentras a tu príncipe y te casas?”. Pero ese hombre destinado para ella, como en los libros, parecía haberse perdido por el camino. ¿Y si nunca lo encontraba?
Los sueños son sueños, pero el tiempo pasa. A su alrededor, cada vez quedaban menos solteros y más divorciados. Y el cansancio de esperar crecía. Su corazón ansiaba amor. Entonces conoció a un chico simpático, con coche y piso propio. ¿Qué más podía pedir? Y se lanzó de cabeza al amor.
Pasó el tiempo, pero Carlos, que así se llamaba, no le propuso matrimonio. Luego descubrió que estaba casado. No es que lo ocultase, es que se había enamorado perdidamente. Pero Mariana tampoco había preguntado. Además, él ya no vivía con su mujer. No se divorciaba por pura pereza, pero ahora, por Mariana, lo haría. “Mañana mismo empiezo los trámites”, prometió.
Mariana se alegró y ni siquiera preguntó si tenía hijos. Spoiler: sí, uno.
Enamorada, esperó pacientemente a que su amado se divorciase para tenerlo para ella sola. Y lo consiguió. Pero resultó que había cedido el coche a su exmujer para que aceptase el divorcio. El piso también. Un estudio no da para mucho, y él, “como un caballero”, no peleó por su parte. Se quedó sin nada, con una hipoteca y una pensión alimenticia de regalo.
¿Era esto lo que soñaba Mariana? Podría haberse planteado dejarlo, pero no estaba educada para eso. Su abuela y su madre le habían inculcado que, si amas a alguien, no lo abandonas en la miseria. Así que, como una heroína de novela, decidió estar a su lado en las buenas y en las malas.
Si su madre y abuela sospechaban algo, ya era tarde para intervenir. Además, Carlos al fin le propuso matrimonio, se endeudó hasta las cejas y celebraron una boda por todo lo alto.
Vivían de alquiler, algo que Mariana ocultaba. Ella era feliz. Pase lo que pase, estarían juntos y saldrían adelante. Si había señales de alarma, las ignoraba. Además, pronto quedó embarazada. Contentísima, aunque sin saber cómo iban a apañárselas. Demasiadas deudas, ¿y para vivir?
Carlos buscó trabajos extra. Llegaba tarde, se desplomaba en la cama y por la mañana se iba de mal humor, mirando de reojo a su mujer dormida.
Así consiguió Mariana lo que quería, lo que soñaba. Fingía ante su madre y abuela que era feliz, pero ellas lo veían claro. Se acercaba el parto, y la angustia la invadía: ¿qué sería de ellos? Sin trabajo, lo que ganaba Carlos se esfumaba en deudas y alquiler. El abrigo ya no le cerraba, y el invierno apretaba. Todo lo necesario para el bebé costaba dinero, y no tenían ni para comer.
Noches en vela, preguntándose cómo salir de ese círculo vicioso. Las gafas rosas se habían roto. ¿Amor? Qué va.
—Ya se me ocurrirá algo —decía Carlos, intentando calmarla. Llegaba cada vez más tarde. “Estoy trabajando”, decía, pero el dinero no aparecía.
—Hay que pagar el alquiler. Déjame algo —pedía Mariana por la mañana.
—Lo siento, no tengo. He pagado una deuda. Pídeselo a tu madre.
Y Mariana fue. Pero, ¿de dónde iban a sacar dinero su madre y su abuela? Nunca tuvieron mucho, pero rasparon hasta el último euro.
—Paga este mes, pero ¿y después? Déjalo. Nosotras te ayudaremos —decía la abuela.
Mariana volvía a casa y se desahogaba con Carlos. Vergüenza, tristeza, rabia.
—Estás de baja maternal. Busca algo desde casa —sugirió él.
—¿Quién contrata a una embarazada?
—Pues algo informal. Inventa.
Fácil decirlo. Para ganar dinero, hace falta dinero. Se le ocurrió dar clases particulares. Tenía estudios, sabía inglés. Enseñaría a niños. En el colegio no aprenden bien, no por los profesores, sino por el currículum absurdo. Empezó con hijos de amigas, luego el boca a boca funcionó. Hoy sin idiomas no vas a ninguna parte. Pronto, era ella quien tenía dinero, no él.
Tras el parto, retomó las clases. Abrazaba a su pequeño, y los problemas se difuminaban.
Sus amigas le dieron un carrito, una cuna, ropa para años. Y una le abrió los ojos: su marido no trabajaba extra, sino que se pasaba las tardes con la vecina de arriba. Lo veía casi cada día.
Al llegar Carlos, Mariana estalló. Él negó todo, se enfadó, la acusó de creer chismes.
—¿Envidiarme qué? ¿Que vivamos alquilados y endeudados? Menuda excusa —replicó ella, con lágrimas a punto de caer. Pero, ¿de qué servía llorar?
Tras aguantar un poco más, decidió marcharse. Carlos se opuso, prometió cambiar, juró que los amaba. Pero Mariana ya no creía.
—Eres un traidor. Solo sabes hacer hijos. No va a mejorar —dijo, y se fue con el bebé. Su madre y abuela la recibieron con los brazos abiertos.
Cuando el niño creció, Mariana volvió a trabajar. Poco a poco, su vida mejoró. Decidió que no se casaría nunca más. ¿Quién la querría, con un hijo? Viviría para él.
HPero la vida, caprichosa como es, le tenía preparado un final feliz junto a un hombre que supo valorarla y amar a su hijo como propio, demostrándo que el verdadero amor siempre llega cuando menos lo esperas.