«El pretendiente ideal»

**El Pretendiente Adecuado**

Lucía se encontraba junto a la ventana, contemplando el patio vacío. La nieve pisoteada brillaba bajo la luz del alba, y en las ramas desnudas de los arbustos colgaban restos de espumillón navideño. La ciudad parecía dormida, agotada tras la larga noche de Fin de Año. Dentro de ella, la misma sensación de vacío.

¿Cómo había podido engañarse así? ¿Por qué no había percibido la falsedad en él? Ahora todo le quedaba claro, pero antes… Javier parecía inteligente, cariñoso, un hombre que guardaba cierto resentimiento hacia su padre. O eso aparentaba. Y ella había creído que la amaba de verdad.

El chasquido de la cerradura la sobresaltó. Había preparado un discurso lleno de reproches, pero en ese momento todas las palabras se le escaparon. Los pasos de Javier se detuvieron tras ella. Lucía contuvo la respiración, sintiendo el calor de su aliento en su nuca.

—Lucía… —susurró él, inclinándose hacia su hombro.

Ella se apartó.

—¿Sigues enfadada conmigo? —preguntó Javier con voz melosa—. No sé qué me pasó. Él te miraba de esa manera… Me cegaron los celos. —Hizo una pausa, esperando una respuesta, pero ella guardó silencio—. Tú también tienes la culpa. Sonreías, te acercabas a él… No lo soporté.

—No inventes. Solo estábamos bailando —respondió Lucía con frialdad.

—Perdóname, ¿vale? Celos, eso es todo. Es normal cuando se ama. —Intentó girarla hacia él, pero Lucía se encogió, rechazando su contacto.

—Vamos, Lucía, es ridículo. Ya me disculpé —insistió él, conciliador.

—No tienes que disculparte conmigo —murmuró ella, volviéndose de nuevo hacia la ventana.

—Ya fui al hospital, le pedí perdón a tu marinero —espetó Javier, con un destello de ira en la mirada—. No presentó denuncia, me soltaron. Olvidemos esto. Cuando salga, podemos tomar algo, hacer las paces.

Lucía giró bruscamente hacia él.

—¿Nosotros? ¿Olvidar? ¿Tomar algo? No hay ningún *nosotros*. Nunca lo habrá. Devuélveme las llaves y vete.

—¿Así que lo traerás aquí? —Su tono se tornó frío, lleno de resentimiento.

—Vete. No quiero verte. Me engañaste —dijo ella, aunque la rabia y el dolor rompían su compostura.

—Debería haberte dado una lección, como a él. ¿Recuerdas lo que me dijiste? —La agarró del brazo con fuerza, apretando hasta hacerle daño, acercando su rostro al de ella. En sus ojos, solo odio—. Suéltame, me duele —rogó Lucía.

—He invertido demasiado tiempo en ti. No, cariño, no me iré a ninguna parte. ¡Te casarás conmigo! —Sacó un anillo del bolsillo y, sujetando su mano con brutalidad, intentó colocárselo en el dedo.

Lucía forcejeó, pero él la sujetó con más fuerza.

—¡Déjame! ¡No me casaré contigo! —Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Lo harás, si quieres que tu marinero siga con vida.

—No te atreverás.

—Oh, sí lo haré…

***

—Me voy mañana —confesó Álvaro.

Le gustaba Lucía. Mucho. Pero le daba miedo admitir que se marchaba. Apenas empezaban a conocerse.

—¿A dónde?

—A Cádiz. Entré en la Academia Naval. Perdón por no decírtelo antes. No estaba seguro de lograrlo.

—¿Al menos me llamarás? —preguntó ella, bajando la mirada, herida.

—No pongas esa cara. ¿Qué puedo hacer? Aquí no hay mar. Lucía, no quiero que te sientas obligada a esperarme. Serán años de estudio, luego navegaré, misiones de meses… No sabes lo duro que es esperar.

—No decidas por mí —replicó ella, alzando la cabeza.

—Tú también estudiarás. En la universidad habrá muchos chicos…

—¡Pues vete! —gritó Lucía, dándole la espalda.

—¡Lucía! —Álvaro dio un paso hacia ella, pero se detuvo. Se quedó un momento quieto antes de caminar hacia casa con paso lento.

Cuando Álvaro volvió para las vacaciones navideñas, Lucía no cabía en sí de alegría. Fueron al cine, caminaron por la ciudad. Él le contaba sobre sus estudios, el mar, sus amigos, y ella escuchaba, soñando con que por fin la besara.

Pero solo le dio un leve beso en la mejilla, fría por el invierno, y se marchó. Al día siguiente, volvió a la academia.

Sí, en la universidad había muchos chicos. Algunos le insistían, le hacían cumplidos, pero ella no quería a nadie. Álvaro llamaba poco, preguntándole sobre sus estudios de forma amistosa. Pero cuando Lucía mencionaba que lo echaba de menos, él cambiaba de tema.

En primavera, murió la tía de su padre. Su esposo había fallecido cinco años antes. Él había sido funcionario, siempre en cargos importantes. No tuvieron hijos, y la tía apenas mantenía contacto con la familia. Quizá por miedo a que le pidieran dinero o favores.

Así que fue una sorpresa cuando descubrieron que había dejado su amplio piso en el centro de la ciudad a Lucía, a quien apenas había visto un par de veces. Al principio, su padre no lo creyó. Luego, se alegró.

—Es un piso enorme, en el centro. Ni siquiera necesita reformas. Cuando te cases, podrás vivir allí con tu marido —dijo su madre, soñadora.

Lucía decidió no mencionar el piso en la universidad. ¿Para qué despertar envidias? Pero, al final, se le escapó. Algunos le pidieron celebrar fiestas allí, otros la tacharon de presumida.

A principios del segundo año, conoció a Javier Montero, un estudiante de último curso. Un día, se sentó con ella en el comedor y empezaron a hablar. Pronto salieron juntos. Álvaro estaba lejos, no le había pedido que esperara, ni prometido amor. ¿Acaso él no saldría con otras en Cádiz?

—Montero… ¿No es hijo del subalcalde? —preguntó su padre una vez.

—No lo sé —se encogió de hombros Lucía.

—Pregúntale. Parece un buen partido, un hombre serio.

Lucía lo tomó a broma, pero al final le preguntó.

—Sí, lo soy. No se lo digas a nadie. ¿Cómo lo supiste?

—No fui yo. Mi padre. Le caes bien.

—Es sencillo, normal. El mío… Es insufrible. Ni vida propia tengo. En cuanto termine la carrera, me marcho. Hasta alquilaría un piso para salir de casa.

Esa tarde, Lucía le propuso a su padre alquilar el piso de la tía. Al saber para quién, su padre aceptó de inmediato.

—Que viva ahí. No le cobres mucho, pero tampoco es pobre, que pague por tus caprichos —bromeó.

Javier se emocionó. La levantó en brazos, la hizo girar, la besó.

—Eres una verdadera amiga, Lucía. No sé qué haría sin ti. Solo queda hablar con mis padres. Pero soy mayor. Mi madre lleva años queriendo que me case. —Al decirlo, la abrazó.

Su relación avanzó a toda velocidad. Cuando Lucía pasaba la noche en su casa, sus padres protestaban, pero no demasiado. Ya la veían casada con el hijo del subalcalde, quizá su sucesorFinalmente, tras vender el piso de Madrid, Lucía y Álvaro compraron una casa junto al mar en Cádiz, donde vivieron felices, lejos de los engaños del pasado.

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