El precio del orgullo: dos décadas de silencio disueltas en un abrazo

5 de noviembre de 2023

Hoy ocurrió algo que me ha dejado sin palabras. Siempre supe que el orgullo es caro, pero nunca imaginé cuánto hasta esta mañana.

María trabajaba en correos desde los tiempos en que los sellos se lamían y las cartas olían a colonia. El mundo cambiaba, la tecnología avanzaba, pero ella seguía fiel a sus cajones de clasificación y a sus costumbres. Sabía distinguir una carta que traía mala noticia de una invitación a una boda. Pero aquella que llegó en un gris día de noviembre la dejó sin aliento.

Un sobre gris. Sin remite. Una letra que le atravesó el corazón, tan familiar que parecía arrancada de su memoria. La misma que no había visto en… veinte años.

Se sentó al borde de la mesa y, con dedos temblorosos, lo abrió. Dentro, solo una hoja. Y una sola frase:

*”Mamá, si aún te acuerdas de mí, me caso mañana. Ven, si quieres. Lucía.”*

Las piernas le fallaron. El corazón le latió como en sus años jóvenes. Lucía… Su hija. La que se fue de casa dando un portazo veinte años atrás.

Todo había sido simple y terrible a la vez. Lucía anunció que se casaba con Pablo. Y María no pudo aceptarlo. “Un tipo sin oficio ni beneficio”, decía. Artista. Soñador. Nada de hombre de familia.

—Si das ese paso, no vuelvas a pisar esta casa— le espetó.

—Pues adiós, mamá— respondió Lucía con voz queda.

Y así fue. Ni una palabra en dos décadas. María supo por terceros que tuvo un hijo, que se mudaron a Zaragoza. Pero nunca fue. Nunca llamó. Nunca perdonó. Y nunca pidió perdón.

Hasta hoy. Una carta sin reproches. Sin rencores. Solo una mano tendida. Una oportunidad.

No pegó ojo en toda la noche. Se debatía entre el miedo y la duda. *¿Qué le digo? ¿Me mirará con desprecio? Al fin y al cabo, fue ella quien se fue…* Pero al amanecer, solo sintió el peso de su orgullo. Y un vacío que le quitaba el aire.

Se vistió con su mejor abrigo, se anudó el pañuelo como en sus tiempos, y salió.

Al llegar al ayuntamiento, una mujer de vestido blanco esperaba en la entrada. Miraba hacia la calle como si aguardara un milagro. Y cuando vio a María, su rostro se iluminó.

—¿Mamá?

No pudo hablar. Solo asintió. Y entonces… un abrazo. De esos que lo dicen todo. De esos que solo das a quien has echado de menos toda la vida.

—Perdóname, hija— susurró. —He esperado demasiado para esto.

—Yo también, mamá. Pero lo importante es que has venido.

A veces, para empezar de nuevo, no hacen falta grandes discursos. Basta un paso. Una carta. Y el amor que esperó en silencio todo este tiempo.

**Lección de hoy:** El orgullo es moneda que solo sirve para comprar soledad.

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