El precio del engaño: de filtrador a ser acuático

La puerta de un pequeño piso en un barrio de Toledo se abrió casi al instante, como si la dueña llevase tiempo esperando la visita. En el umbral apareció una anciana menuda de unos ochenta años, con ojos vivaces y penetrantes.

—Buenos días —saludó el joven con una sonrisa educada.

—Que Dios te guarde, hijo —asintió la mujer—. Pasa, no te quedes en el pasillo. ¿Vienes de la Seguridad Social o de dónde?

—No, señora. Soy de una empresa que se dedica a purificar el agua. Instalamos los últimos modelos de filtros. Con ellos, el agua del grifo sabe como la de manantial, limpia como antes, cuando se podía beber del río sin miedo.

—¡Anda! —la anciana arqueó las cejas—. ¿Así que eres un duende del agua, que la purificas? Buena labor. Adelante.

El joven se limpió los zapatos en la alfombrilla gastada y entró.

—¿Hace falta que me quite los zapatos? —preguntó, mirando el linóleo desgastado del pasillo.

—No te preocupes, mi hija ya barrerá después. Ella es joven, y yo… una vieja chocha. Ya no me quedan fuerzas para limpiar.

—¡Vamos, señora! ¡Usted está llena de vida! Hasta tiene buen color en las mejillas —mintió él con cordialidad falsa—. ¿Dónde está la cocina? Quiero enseñarle el producto.

—Ay, qué zalamero. Hace una década que no me miro al espejo; mi hija los colgó tan altos que ni mi coronilla alcanzo a ver. Venga, te enseño tu campo de milagros.

La cocina era diminuta pero ordenada. El hervidor relucía, y en el alféizar había geranios y un platito con hierbabuena. La anciana se sentó mientras el joven trabajaba: desenroscaba, ajustaba, llenaba frasquitos con agua y mostraba orgulloso la diferencia entre el líquido «sucio» y el «purificado».

—Compraré tu filtro —dijo de pronto la mujer—. Pero antes, tomemos un té. A solas no sabe igual; con compañía, es dulce como la miel. Cinco minutos, no más.

El joven dudó, pero asintió. La anciana calentó el agua filtrada y preparó una infusión aromática, con matices especiados y desconocidos.

—¿Tienes familia, hijo? —preguntó al servir.

—No, estoy soltero.

—Menos mal. Demasiado joven para criaturas. ¿Te gusta el té?

—Mucho. ¿Dónde lo compra? Yo también querría.

—Me lo regalan las hadas en mi cumpleaños —respondió ella con una sonrisa.

Él rio, decidido a seguir el juego:

—Y usted, ¿no teme abrir la puerta a desconocidos? Hoy en día hay más estafadores que higos en verano.

—¿Miedo yo, cariño? Ya viví lo mío. A mi edad, debería dar yo miedo, no tenerlo. Y menos a gente como tú.

Entonces, el joven sintió un extraño mareo. Y, sin querer, habló:

—¡A quién le importa esta agua! Compro los filtros por dos euros y los vendo por cincuenta. A veces hasta «arreglo» el agua para que parezca mejor. Así pagan más. Voy por casas, engatusando a ancianas como usted…

Ni él mismo entendió por qué lo confesó.

—Qué bien —asintió la anciana—. El té, como te dije, es mágico. Lo preparan las hadas. Quien lo bebe, no puede mentir.

El joven se levantó de un salto.

—¿Qué… qué me ha hecho?

—Nada extraordinario. Dijiste que eras un duende del agua. Pues ahora lo serás de verdad. Nuestro duende del Tajo está agobiado; no da abasto. Así que le ayudarás: purificar el río, alimentar a los peces, vigilar las algas. En diez años, quizá recuperes forma humana. Mientras tanto… bienvenido al agua.

No tuvo tiempo de gritar. Se transformó en una gota, luego en vapor, y finalmente en un hilillo plateado que se deslizó hasta la palangana de cobre.

—Así está mejor —murmuró la anciana, vaciando el agua en el fregadero—. Tiene trabajo el muchacho. Los sueños se cumplen. El que venía a cambiar el contador de la luz ahora guía los rayos por el cielo. Elemento del aire. Y tú, del agua. Os presentaré.

Lavó las tazas, tarareando. Luego se miró en el cristal empañado del armario.

—¿Por qué no me reflejo? —reptiñó, burlona, imitando al estafador—. Pues porque soy más vieja que todos los espejos«Porque llevo tres siglos en este mundo, y los espejos, como las mentiras, nunca fueron hechos para sostener tanta verdad».

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