«Abandoné a mi familia y mi hijo se quedó con su padre… Ahora me odia y me considera una traidora»
Me llamo Carmen, tengo 42 años. Mi hijo se llama Javier, quien cumplió dieciséis hace poco. Aunque siempre he intentado ser una buena madre para él, hoy se niega a escuchar mi nombre. Me llama desleal, la que abandonó su hogar. Todo porque un día me separé de su padre, y desde entonces, en sus ojos, soy una enemiga.
Antonio y yo estuvimos juntos catorce años. Comenzó como para muchos: amor, boda, el nacimiento de nuestro hijo, sueños compartidos y pequeñas alegrías. Pero con el tiempo, el cariño se apagó, dejando solo obligaciones. Nos convertimos en extraños bajo el mismo techo. Vivíamos como compañeros de piso: él en su mundo, yo en el mío. Sin apoyo, sin conversaciones sinceras. La casa se volvió un campo de batalla silencioso, donde cada palabra cortaba más que una navaja.
Cuando conocí a Víctor, no planeaba engañar a nadie. Solo sentí, por primera vez en años, que alguien me veía, me escuchaba, me respetaba. Él fue mi luz en la oscuridad. Y tomé una decisión: irme. No huir, ni traicionar, sino liberarme… y, creía yo, darles a todos la oportunidad de ser felices de otra forma.
Pero la realidad fue cruel.
Antonio estalló de rabia. Usó su mejor arma: Javier. Me prohibió llevarme al niño y, cuando intenté hablar con mi hijo, escuché:
—Me quedo con papá. Él sí es leal. Tú eres una traidora.
No podía obligarlo. No tenía derecho. Solo me quedó esperar que, con los años, lo entendiera.
Transferí dinero religiosamente cada mes. A veces dos veces. Compré regalos, ropa, pagué tratamientos. Antonio dejó su trabajo poco después. Primero dijo que buscaba su vocación. Luego, que su salud flaqueaba. Mientras, vivía de mis transferencias. Y le repetía a Javier que yo los había abandonado, que regateaba hasta el último céntimo mientras ellos malvivían.
Sin embargo, en redes sociales veía cómo el padre lo consentía: zapatillas de marca, auriculares caros, comida a domicilio, viajes. Al principio me alegraba: que mi hijo tuviera lo mejor. Hasta que entendí: Antonio manipulaba tanto mi dinero como a Javier.
Víctor, mi actual marido, me propuso algo distinto:
—Carmen, no debes mantener a un hombre capaz. Podrías abrir una cuenta para Javier: para sus estudios, su futuro, un piso. No para que su padre derroche mientras tú te desvives.
Dudé meses. Hasta que actué. Llamé a Antonio y le dije que dejaría de enviarle dinero. Que era hora de asumir su parte. Que abriría una cuenta a nombre de Javier, destinando allí cada euro. Para su porvenir.
La respuesta fue previsible: amenazas, insultos, chantajes. Antonio juró demandarme por impago de la pensión. Pero sabía que no podría: llevaba años sin empleo formal, y mis pagos eran voluntarios, sin orden judicial.
Aun así, me sentí derrotada. Porque lo peor no fueron los gritos, sino la mirada de mi hijo. Gélida.
—Nos abandonaste. Y ahora nos niegas hasta el dinero —dijo al teléfono.
Intenté explicarle que no lo rechazaba, que todo era por él. Pero Javier ya no escuchaba. Había elegido. A su padre. O a la ficción que este le vendió.
Ahora vivo sintiéndome una extraña para mi sangre. Cada noche pienso: ¿habría otra forma? ¿Valió la pena irme si terminó así?
Pero sé que luchaba por mi vida. Y hoy no me permito rendirme. Sigo siendo su madre. Sigo amándolo. Y sigo esperando que, algún día, descubra la verdad. No mi versión, sino la que llegue a su corazón cuando madure. Cuando vea cómo fueron las cosas.
No espero gratitud. Solo espero que vuelva a decir «mamá» sin rencor. Con el cariño que perdimos.







