El Precio de una Broma

**La venganza de la broma**

Quince años juntos. Una familia normal de Sevilla: Javier y Lucía, con sus dos hijos, Álvaro y Marta. Todos los decían el ejemplo de matrimonio perfecto. Vivían en armonía, sin grandes peleas, con respeto y cariño. Parecía que la felicidad había echado raíces en su hogar para siempre.

Javier era el alma de la fiesta, un bromista nato. Le encantaban las bromas, pero no las inocentes, sino esas que dejaban a la gente con los pelos de punta.

Podía envolver un trozo de plastilina en un papel de caramelo, idéntico al original. O rellenar galletas con pasta de dientes. O verter salsa de soja en una botella de refresco para que pareciera Coca-Cola. Una vez, en una fiesta, sus víctimas, esperando el dulce relleno de un bombón, mordieron arcilla. Javier se reía a carcajadas; los demás, no tanto.

—Javi, por favor— le suplicaba Lucía una y otra vez—. Hoy no, ¿vale? Que al menos nuestro aniversario pase tranquilo. Sin tus payasadas.

—Vale, lo juro, ni una broma. Solo celebración— prometió él el día de sus quince años de boda.

La casa se preparaba para recibir a los invitados. Lucía cocinaba en la cocina, los niños decoraban el salón. A Javier le dieron una lista enorme de la compra, así que salió al súper. Regresó un par de horas después, pero le esperaba una sorpresa: alguien había aparcado en su sitio.

Refunfuñando, dejó una nota al “infractor” y estacionó en el patio. Las bolsas pesaban, pero tenía prisa; sin esos ingredientes, no habría comida.

Subió a casa. Sacó la llave… pero no giraba. El sudor le empapó la frente. Al timbrar, una voz extraña respondió, no la que solía sonar antes. La puerta se abrió, y…

Delante de él, una mujer desconocida, en bata y rulos.

—¡Por fin! ¡Ya habíamos llamado hasta al supermercado! ¿Dónde están los productos?— dijo, molesta.

Javier se quedó helado.

Apareció el marido de la mujer, un tipo corpulento y afable llamado Antonio.

—María, quizás es el repartidor.

—¿Cuánto le debemos? ¿Dónde está el ticket?— María ya revisaba las bolsas.

—Disculpen…— la voz de Javier tembló—. Pero… esta es mi casa. Calle Río Guadalquivir, 12, piso 5, ¿no?

—Sí, correcto. La compramos hace cinco años a una mujer con dos niños. Se llamaba Lucía, creo. Los niños eran Álvaro y Marta.

Javier casi suelta las bolsas. El corazón se le encogió. Sacó su DNI, mostró su domicilio. Todo coincidía… piso 5.

—Pase, vea usted mismo— le invitó María.

Entró… y era un lugar desconocido. Los muebles eran distintos, las paredes, otro color. Nada suyo. Le dio vueltas la cabeza. Se dejó caer en una silla. Aparecieron los hijos de María, de la misma edad que los suyos. Risas, voces, bullicio. Todo parecía una pesadilla.

Descolgó el teléfono. Llamó a Lucía.

—Lucía… ¿qué está pasando? ¿Dónde estás? ¿Por qué hay desconocidos en nuestra casa?

—Luci, ¿vienes?— se oyó una voz masculina al fondo.

—¡Ahora, cariño!— respondió ella, alegre. Luego, en el teléfono—: ¿Quién es, perdona?

—¡Lucía! ¡Soy yo, Javier!

—¿Quién? ¿Javi? ¿Estás de broma? Cinco años sin aparecer, ¿y ahora hola?

—¿Qué cinco años? ¡Si solo fui al súper un par de horas!

—Te fuiste el día del aniversario y desapareciste. Ni una palabra. Vendí el piso; no podía sola. Los niños crecieron. Tengo otra vida. Estoy casada. Vivimos en la casa de mi marido…

—¡Espera! ¡¿Qué dices?!— las lágrimas le ahogaban—. ¿Esto es una broma? ¿Una alucinación?

—No, Javi. Tú nos gastaste bromas durante años. Hoy probaste tu propia medicina…

Y entonces… entraron los niños, Lucía, los vecinos, los amigos. Entre risas y aplausos.

—¡Sorpresa!— gritaron al unísono.

Las piernas le flaquearon. Miró a su alrededor— todos rostros conocidos. Todo un teatro.

—Fue una broma— confirmó Lucía—. La planeamos seis meses. Queríamos que sintieras cómo es estar en el pellejo de tus víctimas.

—Estáis… locos— susurró él, buscando a tientas el agua de valeriana.

—Te presento a Antonio y María. Actores del teatro municipal. Hicieron un papel increíble.

—¿Y el timbre? ¿La cerradura?

—Antonio es manitas. La cambió según el guión.

—¿Y la voz al teléfono?

—Mi hermano Rafa. Se tapó la boca con un pañuelo para que no lo reconocieras.

Javier se desplomó en la cama, y Lucía, solícita, le alcanzó un vaso de agua.

—Mamá— susurró Álvaro—, ¿no nos pasamos?

—Ojalá ahora entienda lo que se siente al ser el blanco de una broma. Creo que las payasadas han terminado.

Y, en efecto, lo entendió. Para siempre.

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