El Precio de una Broma

La Venganza de la Broma

Quince años juntos. Podría decirse que eran una familia normal de Sevilla: Esteban y Lucía, con sus dos hijos, Javier y Nuria. Unidos, amables, con fuertes lazos y una buena reputación entre sus amigos. Todos los consideraban el ejemplo perfecto de matrimonio. Vivían en armonía, sin peleas escandalosas, con respeto y cariño. Parecía que la felicidad había echado raíces en su hogar.

Esteban era el alma de la fiesta, un bromista nato. Su pasión eran las bromas, pero no las inofensivas, sino esas que te dejan los pelos de punta.

Podía envolver un trozo de plastilina en el envoltorio de un caramelo, idéntico en color y forma. O rellenar galletas con pasta de dientes. Le encantaba servir salsa de soja en una botella de refresco, haciéndola pasar por Coca-Cola. Una vez, en una mesa de dulces, sus víctimas, esperando el relleno cremoso de una trufa, encontraron arcilla en su lugar. Esteban se reía hasta llorar, mientras los demás no siempre compartían su diversión.

—Esteban, por favor— le rogaba Lucía una y otra vez—. Hoy no. Que al menos nuestro aniversario pase tranquilo, sin tus travesuras.

—Vale, lo juro, ni una sola broma, solo celebración— prometió él el día de su décimoquinto aniversario de boda.

La casa se preparaba para la llegada de los invitados. Lucía cocinaba en la cocina, los niños decoraban el salón. A Esteban le entregaron una lista enorme de la compra y se fue al supermercado. Regresó un par de horas después. Pero frente a su casa le esperaba la primera sorpresa: alguien había aparcado en su sitio.

Mascullando algunas quejas, dejó una nota al “infractor” y estacionó en el patio. Las bolsas pesaban, pero tenía prisa: sin esos ingredientes, la comida no estaría lista.

Subió. Saca la llave— no giraba. Le brotó el sudor. El timbre sonó con una voz desconocida, no la de siempre. La puerta se abrió de golpe y…

Frente a él, una mujer desconocida en bata y rulos.

—¡Por fin! ¡Llevamos llamando a todo el supermercado! ¿Dónde están los productos?— dijo molesta.

Esteban se quedó petrificado.

Apareció el marido de la mujer— un tipo grandullón y simpático llamado Antonio.

—María, quizás es el repartidor.

—¿Cuánto le debemos? ¿Dónde está el ticket?— María ya revolvía las bolsas.

—Perdonen…— la voz de Esteban tembló—. Esta es mi casa. Calle Rivera, 12, piso 3, ¿no?

—Sí, exacto. La compramos hace cinco años a una mujer con dos niños. Creo que se llamaba Lucía, y los niños, Javier y Nuria.

Esteban estuvo a punto de soltar las bolsas. El corazón se le encogió. Sacó el DNI, mostró su dirección. Todo correcto— piso 3.

—Pase, vea usted mismo— invitó María.

Entró… y se encontró en un lugar desconocido. Los muebles eran distintos, las paredes pintadas de otro color. Nada le resultaba familiar. La cabeza le daba vueltas. Se dejó caer en una silla. Aparecieron los hijos de María— de la misma edad que los suyos. Risas, voces, alboroto. Todo parecía una pesadilla.

Sacó el teléfono. Llamó a Lucía.

—Lucía… ¿qué está pasando? ¿Dónde estás? ¿Por qué hay gente extraña en nuestra casa?

—Lucía, ¿vienes?— se escuchó la voz de un hombre al fondo.

—¡Ahora, cariño!— respondió ella alegremente. Luego, en el teléfono: —¿Quién es, disculpe?

—¡Lucía! ¡Soy yo, Esteban!

—¿Quién? ¿Esteban? ¿Estás de broma? Cinco años sin saber de ti, y de repente apareces…

—¡¿Qué cinco años?! ¡Solo salí a comprar hace un par de horas!

—Te fuiste el día del aniversario y desapareciste. Ni una palabra. Tuve que vender el piso, no podía sola. Los niños crecieron. Tenemos otra vida. Estoy casada. Vivimos en la casa de mi esposo…

—¡Espera! ¡¿Qué estás diciendo?!— las lágrimas le ahogaban—. ¿Esto es una broma? ¿Una alucinación?

—No, Esteban. Tú llevaste años bromeando con nosotros. Pero hoy probaste tu propia medicina…

Y entonces… entraron los niños, Lucía, los vecinos, los amigos. Entre risas y aplausos.

—¡Sorpresa!— gritaron al unísono.

A Esteban le flaquearon las piernas. Miró alrededor— rostros conocidos. Todo un montaje, como en una obra de teatro.

—Fue una broma— confirmó Lucía—. La planeamos durante medio año. Queríamos que sintieras lo que es estar en el pellejo de aquellos a quienes gastas bromas.

—Estáis… locos…— susurró él, con manos temblorosas buscando unas pastillas para los nervios.

—Te presento a Antonio y María. Actores del teatro de la ciudad. Hicieron un papel increíble.

—¿Y el timbre? ¿Y la cerradura?

—Antonio es manitas. Cambió la cerradura y el timbre. Todo según el guión.

—¿Y la voz al teléfono?

—Mi hermano Raúl. Se tapó la boca con un pañuelo para que no reconocieras su voz.

Esteban se desplomó en la cama, mientras Lucía le alcanzaba un vaso de agua con dulzura.

—Mamá— susurró Javier—, creo que nos pasamos un poco…

—Espero que por fin entienda lo que se siente al ser el blanco de una broma. Creo que ahora las travesuras se acabarán.

Y, en efecto, lo entendió. Para siempre.

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