El precio de una broma

La Revancha por una Broma

Quince años juntos. Parecía una familia normal de Sevilla: Javier y Lucía, con sus dos hijos, Diego y Sofía. Unidos, bondadosos, bien considerados por sus amigos. Todos los veían como el matrimonio perfecto. Vivían en armonía, sin peleas, con respeto y cariño. Parecía que la felicidad había echado raíces en su hogar.

Javier era el alma de la fiesta, un bromista de nacimiento. Su pasión eran las bromas, pero no las inofensivas, sino las que dejaban a los demás con los pelos de punta.

Podía envolver un trozo de plastilina en un envoltorio de caramelo, idéntico al original. O rellenar galletas con pasta de dientes. Le encantaba ver las caras de sorpresa cuando alguien probaba lo que creía que era un refresco y encontraba salsa de soja. Una vez, en un cumpleaños, sus víctimas, esperando el relleno cremoso de un bombón, mordieron arcilla. Javier se reía a carcajadas, pero los demás no tanto.

—Javi, por favor—, le suplicaba Lucía a menudo—. Hoy no. Que nuestro aniversario pase tranquilo. Sin tus travesuras.

—Vale, lo juro, ni una broma. Solo celebración—, prometió él el día de su décimo quinto aniversario.

La casa se preparaba para la fiesta. Lucía cocinaba, los niños decoraban el salón. A Javier le dieron una larga lista de la compra y salió al supermercado. Regresó dos horas después, pero fuera de casa le esperaba la primera sorpresa: alguien había aparcado en su sitio.

Molesto, dejó una nota al «infractor» y estacionó en otro lugar. Las bolsas pesaban, pero tenía prisa: sin esos ingredientes, no habría comida.

Subió las escaleras. Sacó la llave, pero no giraba. El sudor le empapó la frente. El timbre sonó diferente, no como el de siempre. La puerta se abrió y…

Una mujer desconocida, en bata y rulos, le miraba con impaciencia.

—¡Por fin! ¡Llamamos al supermercado y no sabían nada de usted! ¿Dónde está la compra?— le espetó.

Javier se quedó helado.

Apareció su marido, un hombre robusto y afable llamado Antonio.

—Carmen, seguro que es el repartidor.

—¿Cuánto le debemos? ¿Tiene el ticket?— Carmen ya rebuscaba en las bolsas.

—Perdonen…— La voz de Javier tembló—. Esta es mi casa. Calle Guadalquivir, 12, piso 4.

—Sí, exacto. La compramos hace cinco años a una mujer con dos hijos. Creo que se llamaba Lucía, los niños Diego y Sofía.

Javier casi dejó caer las bolsas. El corazón se le encogió. Mostró su DNI, donde constaba esa dirección.

—Pase, vea usted mismo—, le invitó Carmen.

Entró… y todo era distinto. Los muebles, la pintura, nada le resultaba familiar. Le flaquearon las piernas y se dejó caer en una silla. Aparecieron los hijos de Carmen, de edad similar a los suyos. Las risas, las voces… parecía una pesadilla.

Sacó el móvil y llamó a Lucía.

—¿Lucía? ¿Qué está pasando? ¿Dónde estás? ¿Por qué hay extraños en nuestra casa?

—Lucía, ¿vienes?— se escuchó a un hombre al fondo.

—¡Ahora, cariño!— respondió ella alegremente. Luego, en el teléfono—: ¿Quién eres?

—¡Soy yo, Javier!

—¿Quién? ¿Javier? ¿Estás de broma? Llevas cinco años desaparecido y ahora apareces así, sin más?

—¿Cinco años? ¡Si solo fui al supermercado!

—Te fuiste el día de nuestro aniversario y no volviste. Ni una palabra. Vendí el piso, no podía sola. Los niños crecieron. Tengo otra vida. Estoy casada. Vivimos en la casa de mi marido…

—¡Espera! ¿Qué dices?— Las lágrimas le cortaban la respiración—. ¿Es una broma? ¿Estoy alucinando?

—No, Javier. Tú nos gastaste bromas durante años. Hoy probaste tu propia medicina…

Entonces… entraron los niños, Lucía, vecinos y amigos. Entre risas y aplausos.

—¡Sorpresa!— gritaron al unísono.

A Javier le temblaban las rodillas. Miró alrededor—rostros conocidos. Todo había sido un montaje.

—Fue una broma— confirmó Lucía—. La planeamos seis meses. Queríamos que sintieras lo que se siente al ser el objeto de una burla.

—Estáis… locos— susurró él, buscando con manos temblorosas unas gotas de valeriana.

—Te presento a Antonio y Carmen. Actores del teatro Cervantes. Interpretaron su papel a la perfección.

—¿Y el timbre? ¿Y la cerradura?

—Antonio es manitas. Cambió todo según el guión.

—¿Y la voz al teléfono?

—Mi hermano Pablo. Se tapó la boca con un pañuelo para que no lo reconocieras.

Javier se dejó caer en el sofá y Lucía le alcanzó un vaso de agua.

—Mamá— susurró Diego—, ¿no nos pasamos?

—Espero que ahora entienda lo que es ser víctima de una broma— dijo Lucía—. Creo que las travesuras han terminado.

Y así fue. Javier lo comprendió. Para siempre.

La lección fue clara: quien siembra vientos, recoge tempestades. Las risas a costa de otros pueden volverse en tu contra cuando menos lo esperas. La empatía es un regalo que todos deberíamos aprender a valorar.

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