El precio de un escondite: cómo Víctor casi pierde a su mujer
Rita salió al patio para tender la ropa recién lavada. El día estaba espléndido, el sol calentaba como en verano y todo se secaba al instante. Como de costumbre, echó un vistazo al patio de los vecinos. Allí, Víctor, el marido de su amiga, corría de un lado a otro buscando algo con nerviosismo. Se le veía revisar bajo el porche, escudriñar el cobertizo y hasta mirar debajo del banco del jardín.
—Víctor, ¿qué has perdido? ¿Acaso el día de ayer? —bromeó Rita con una sonrisa.
Pero el hombre ni siquiera se giró, hizo un gesto con la mano y desapareció dentro de la casa. Rita se encogió de hombros y se disponía a volver cuando la puerta se abrió de golpe y apareció Taisa, la mujer de Víctor, con los ojos llorosos.
—Taisa, ¡¿qué ha pasado?! —preguntó Rita alarmada.
—¿Cómo ha podido hacer esto? —repetía la vecina entre sollozos—. ¿Cómo se le ocurre pensar algo así?
Rita, confundida, le acarició el hombro sin entender nada. Siempre habían parecido la pareja perfecta: sin peleas ni reproches, solo macetas florecidas y el aroma de pasteles recién horneados saliendo por la ventana.
Víctor y Taisa vivían en una casa adosada en las afueras de Valladolid. La vivienda era como una postal: en verano, llena de flores; en invierno, con los senderos perfectamente despejados. Su hija estaba casada, y su hijo, Iván, terminaba el instituto. Víctor trabajaba como ingeniero, y Taisa era costurera en una fábrica local. Los vecinos, Rita y Andrés, eran amigos de toda la vida, compartían cenas en fiestas y se ayudaban mutuamente.
Víctor tenía una peculiaridad: le encantaba esconder dinero. Lo guardaba en distintos lugares: en el cobertizo, bajo los maceteros, incluso debajo de las tablas del cenador. No era que lo ocultara, solo le daba tranquilidad. El problema era que luego olvidaba dónde lo había puesto y empezaba la búsqueda.
Taisa lo sabía. Al principio, cuando eran jóvenes, se enfadaba, pero luego dejó de darle importancia. Jamás tocaba ese dinero, aunque lo encontrara por casualidad. Veintiséis años de matrimonio le habían enseñado a ser sabia.
Esa mañana, Rita volvió a ver a Víctor corriendo por el patio buscando su “tesoro”. Entre risas, le gritó:
—¿Otra vez has perdido tu escondite, cabeza de chorlito?
Pero media hora después, Taisa entró en su casa llorando desconsolada. Rita le sirvió té y colocó unas galletas sobre la mesa.
—¿Te imaginas? —balbuceó Taisa—. ¡Me ha acusado de robarle! Me dijo: “Los encontraste, te los quedaste y ahora callas”. ¡Él, que siempre decía que yo era su santa! ¿Y ahora soy una ladrona? ¡Nunca he tocado su dinero, aunque lo haya encontrado mil veces!
Rita se quedó boquiabierta. Jamás hubiera esperado algo así de Víctor. Taisa era una mujer callada, cariñosa y bondadosa. Humillarla era como escupir a un altar.
—Taisa, no le des más vueltas. Cuando encuentre su dinero, vendrá a pedirte perdón de rodillas.
—¡Pues no lo quiero! La semana que viene me voy de vacaciones al pueblo de mi madre. ¡Y no vuelvo! Que se quede solo con su maldito dinero.
Mientras tanto, Víctor recorría el barrio buscando, no solo el dinero, sino también a su mujer. Entró en la tienda donde trabajaba Tania, amiga de Taisa.
—Tania, ¿ha venido Taisa?
—No, no la he visto. ¿Perdiste a tu señora? Volverá. Ella no es de las que abandonan.
De vuelta a casa, se topó con su hijo Iván, que paseaba con su novia, Vera. Ella llevaba un ramo de rosas rojas espectacular.
—Vera, ¿es tu cumpleaños? —preguntó Víctor, recordando que su hijo le había pedido dinero para un regalo hacía poco.
—¡Sí, cumplo diecinueve! Esta noche saldremos con amigos a una cafetería —contestó la chica, radiante.
Víctor sonrió, pero un nudo le apretó el estómago. Él no le había dado dinero a Iván, lo recordaba bien. ¿De dónde salían esas flores?
Llamó a su hijo:
—Iván, ¿de dónde sacaste el dinero para el regalo?
—Papá, ayer encontré un sobre debajo de una caja en la terraza. Buscaba la mochila y ahí estaba. Sabía que era tu escondite, pero iba a decírtelo más tarde…
Víctor guardó silencio. La vergüenza y el alivio lo invadieron.
—Bueno, hijo… No hagas sufrir a Vera.
Ahora lo importante era encontrar a Taisa y pedirle perdón.
Se acercó a casa de los vecinos. Andrés arreglaba la verja y, al verlo, se rio:
—Vaya lío has armado, hermano. Taisa está aquí, Rita la está consolando. Acusar a tu mujer de ladrona… Menos mal que no ha hecho las maletas todavía.
—Lo sé… —masculló Víctor—. Voy a disculparme. Por cierto, mi dinero fue a parar a las flores de la novia de Iván.
—¡Bien hecho, chaval! —gritó Rita desde el porche—. ¡Ahora piensa cómo compensar a Taisa!
Víctor reflexionó, corrió a casa, recogió todos sus sobres “secretos” y se fue en coche. Una hora después regresó con una pequeña bolsa negra.
Se acercó a Taisa:
—Perdóname, soy un idiota. No sé cómo pude pensar eso. Vuelve a casa, por favor.
Taisa lo miró de reojo, pero era evidente que su enfado se derretía.
—No quiero… —dijo, aunque ya sin lágrimas.
—Mira lo que te traje. ¿Recuerdas ese collar con colgante que viste en la joyería? Me fijé en que te gustó.
Le entregó una cajita. Taisa la abrió con manos temblorosas: dentro había un delicado collar de oro con un colgante de su signo del zodiaco.
—Ay, Víctor… —susurró mientras se lo colocaba.
—¡Eso es otra cosa! —aplaudió Rita—. ¡Con regalos así, cualquier escondite se perdona!
Se rieron durante un buen rato. Rita puso la mesa en el patio y, durante meses, la historia del dinero “perdido” fue tema de conversación en todas las reuniones de vecinos.
¿Y Víctor? Desde entonces no volvió a esconder nada. Tenía miedo de quedarse sin Taisa. Porque, al fin y al cabo, ella era su verdadero hogar.