El precio de la traición: cómo una mujer lo perdió todo pero encontró el sentido de la vida
Lucía llegó a casa antes de lo habitual—una compañera del trabajo le había pedido cambiar turnos. Entró en silencio al piso, dejó las llaves en el recibidor y se dirigió a la cocina. En el fregadero, una montaña de platos sucios; en la mesa, migajas esparcidas. Un malestar la invadió—ni su marido ni su nuera se habían molestado en limpiar. Sin decir una palabra, lavó todo, ordenó y se encaminó al dormitorio. Por el camino, echó un vistazo al cuarto de Aitana—la chica no estaba. Lucía frunció el cejo, pero no le dio mayor importancia. Sin embargo, al entrar en su habitación, se quedó helada, como si le hubieran dado una descarga—allí, en su cama, estaban Aitana y… ÁNGEL. Abrazados. Medio desvestidos. Y eso que ella estaba embarazada.
Y todo había empezado con amor. A Javier le parecía que volaba cada vez que iba a ver a Aitana. Sí, era algo frívola, demasiado libre en su forma de ser, pero él lo atribuía a la edad—apenas tenía veinte años. Él, dos años mayor, había sido criado con mano firme y cariño—su madre, Lucía Moreno, una conocida matrona, lo había criado sola. Le había dado todo: alma, principios, bondad.
Cuando Aitana le dijo que estaba embarazada, Javier no se asustó—le propuso casarse y criar al niño juntos. Pero ella solo soltó una risita: «No, al Registro Civil no voy. Pero el dinero lo quiero. Hay que solucionar esto de alguna manera». Javier se quedó de piedra, pero no se rindió enseguida. La convenció: que tuviera al bebé y se lo diera a él—lo criaría solo. La chica, tras pensarlo, aceptó. Se casaron sin aspavientos. Vivían en casa de Javier, con su madre y su padrastro, Ángel. Pero a los dos meses, Javier murió—un accidente de camino del trabajo. Lucía casi enloqueció de dolor. Su hijo ya no estaba. Solo quedaba una esperanza: su nieto, en el vientre de Aitana.
Pero Aitana no guardó luto. Miraba a Lucía como si fuera un cajero automático. Vivía en su casa, comía de su mano, descansaba en su habitación sin hacer nada. Ángel al principio se enfurecía: «No quiero ver a esa trepa». Pero pronto el enfado se convirtió en… una atención extraña. Su mirada hacia Aitana, embarazada, se volvió cada vez más insistente. Lucía lo notó. Pero apartaba los malos pensamientos. Hasta aquella noche…
Cuando los vio juntos en su cama, todo se derrumbó. Con voz serena, casi glacial, ordenó a Ángel que se marchara. Él no discutió. En diez minutos, ya no estaba. Aitana salió en silencio a su cuarto. Lucía se quedó sola, sentada al borde de la cama, sujetándose la cabeza entre las manos. ¿Echar a Aitana? No. Necesitaba a su nieto. Por él, aguantaría lo que fuera.
Por la mañana, le dijo: «Quédate hasta que nazca. Después, vete al infierno si quieres. No quiero verte ni oírte». Aitana ni siquiera protestó—a ella le daba igual. Lo único que importaba era aguantar hasta el final y sacar beneficio.
El parto fue complicado. Pero nació un niño. Sano. Fuerte. Lucía lloró de felicidad. Y Aitana… firmó los papeles de renuncia y se fue. Ni un beso, ni una mirada. Simplemente desapareció.
Lucía lo llamó Adrián. Lo adoptó. Al principio tuvo miedo—su edad, la soledad, el dolor. Pero él se convirtió en su aire. Su sentido. Su vida. En lugar del hijo que perdió, el destino le dio una segunda oportunidad.
Aitana se fue sin dejar rastro. Ángel mandó los papeles del divorcio. Lucía los firmó sin dudar. Ya no pensaba en él, ni en la que destrozó su hogar. Ahora tenía a Adrián. Y por él, viviría.