El precio de la traición: cómo una mujer lo perdió todo, pero encontró el sentido de la vida
Lucía llegó a casa antes de lo habitual—una compañera del trabajo le había pedido cambiar turnos. Entró en silencio al apartamento, dejó las llaves en el recibidor y se fue directa a la cocina. La pila estaba llena de platos sucios, y las migas cubrían la mesa. Una sensación desagradable la invadió: ni su marido ni su cuñada se habían molestado en limpiar. Sin decir una palabra, lavó todo, ordenó y se dirigió al dormitorio. Por el camino, echó un vistazo a la habitación de Clara—no estaba. Lucía frunció el ceño, pero no le dio importancia. Sin embargo, al entrar en su propia habitación, se quedó helada, como si le hubieran dado una descarga eléctrica: allí estaba Clara, en su cama… con ÁLVARO. Abrazados. Medio desnudos. Y eso, a pesar de su embarazo.
Y todo comenzó con amor. A Daniel le parecía que volaba cuando iba a ver a Clara. Sí, era algo frívola, demasiado liberal en su comportamiento, pero él lo atribuía a su edad—tenía solo veinte años. Él, con dos años más, había sido criado con disciplina y cariño—su madre, Lucía Martínez, una eminente ginecóloga, lo había criado sola. Le había dado todo: amor, moral, bondad.
Cuando Clara anunció que estaba embarazada, Daniel no se asustó—le propuso casarse y criar al niño juntos. Pero ella solo soltó una risita: “No, al registro civil no voy. Pero el dinero lo quiero. Esto hay que solucionarlo de alguna manera”. Daniel se quedó congelado, pero no se rindió ensemida. La convenció: que diera a luz, y luego él se haría cargo del niño. Ella, tras pensarlo, aceptó. Se casaron sin mucho alboroto. Vivían en casa de Daniel con su madre y su padrastro, Álvaro. Pero dos meses después, Daniel murió—un accidente de camino del trabajo. Lucía casi enloqueció de dolor. Su hijo se había ido. Solo le quedaba una esperanza: el bebé que Clara llevaba dentro.
Pero Clara no guardó luto. Miraba a Lucía como si fuera una fuente de ingresos. Vivía en su casa, comía de su mano, descansaba en su habitación sin hacer nada. Álvaro al principio se enfadaba: “No quiero ver a esta aprovechada”. Pero pronto su ira se transformó en… una atención extraña. Su mirada hacia Clara, embarazada, se volvía cada vez más insistentes. Lucía lo notó, pero ahuyentaba esos pensamientos. Hasta aquella noche…
Cuando los vio juntos en su cama, todo se derrumbó. Con voz tranquila, casi glacial, ordenó a Álvaro que se fuera. No discutió. En diez minutos, ya no estaba. Clara se encerró en su habitación sin decir nada. Lucía se quedó sola, sentada al borde de la cama, apretándose la cabeza entre las manos. ¿Echar a Clara? No. Necesitaba a su nieto. Por él, aguantaría cualquier cosa.
Por la mañana, le dijo: “Quédate hasta que des a luz. Después, al diablo. No quiero verte ni saber de ti”. Clara ni siquiera protestó—a ella le daba igual. Solo quería llegar al final y sacar su beneficio.
El parto fue difícil. Pero nació un niño. Sano. Fuerte. Lucía lloró de felicidad. Y Clara… firmó los papeles de renuncia y se fue. Sin un beso, sin una mirada. Simplemente desapareció.
Lucía lo llamó Alejandro. Lo adoptó. Al principio tuvo miedo—la edad, la soledad, el dolor. Pero él se convirtió en su aire. Su sentido. Su vida. En lugar del hijo que perdió, el destino le dio una segunda oportunidad.
Clara se fue sin dejar rastro. Álvaro envió los papeles del divorcio. Lucía los firmó sin titubear. Ya no recordaba ni a él, ni a la que destrozó su hogar. Ahora tenía a Alejandro. Y por él, viviría.