El Precio de la Aventura

Siempre siente que su vida sigue una ruta alternativa, como si el tren principal ya hubiera partido. Se levanta, toma el microbús, va al almacén de materiales de construcción en la periferia de su pequeño pueblo, carga rollos pesados de aislamiento, revisa las facturas y se come una sopa de lentejas con arroz en el comedor de la base. Por la tarde ve la tele y, de vez en cuando, se encuentra con amigos en el bar de la estación. Tiene treinta y tres años, se llama Andrés, y todos creen que lleva una vida más o menos ordenada.

Alquila una habitación en un edificio de ladrillos viejo, justo enfrente del instituto donde estudió. La casera, una anciana enclenque llamada Doña Carmen, vive en la habitación contigua y le cuenta sin cesar sus achaques y los precios de la farmacia. Andrés la escucha medio distraído, asiente y piensa en otra cosa. Sobre la cama cuelga un cartel descolorido con la silueta de una gran metrópolis: rascacielos de cristal, un puente, un río y luces nocturnas. Lo compró después del servicio militar en un mercadillo y lo lleva a cada piso que alquila. A veces, al acostarse, imagina que camina por esas calles desconocidas, libre como turista o héroe de cine.

La realidad es más simple. En el almacén figura como encargado de almacén; el sueldo llega con retrasos, el jefe sube la voz y los colegas hablan cada vez más de créditos e hipotecas. Una noche, mientras Doña Carmen se queja de su presión arterial, Andrés se da cuenta de que apenas la oye. Dentro de él se forma una decisión, todavía sin palabras, pero tan insistente como una picazón.

Una semana después compra un billete de tren a la capital. En el trabajo anuncia que renuncia porque ha hallado una mejor oferta en logística. El jefe se encoge de hombros y le desea suerte. A Doña Carmen le explica que se va a buscar trabajo, ella agita las manos pero no discute. Andrés lleva pocas cosas: dos maletas con ropa, un portátil viejo, varios libros y, cuidadosamente, el cartel de la ciudad. Lo enrolla y lo coloca encima de todo.

En el tren se sienta junto a la ventana y observa cómo el paisaje cambia: campos, pueblos escasos, estaciones de servicio. En su cabeza dibuja la vida que le espera. Encontrará empleo, quizá como cargador o mensajero, y después algo mejor. Alquilará una habitación, caminará por el centro, entrará en cafés y conciertos. Tal vez conozca a alguien. En las grandes ciudades, piensa, todo ocurre sin que uno lo busque.

Al amanecer, el tren llega a Madrid. Andrés se apoya contra el cristal y mira los inmensos bloques de pisos, las intersecciones y los carteles luminosos. El cielo está gris y pesado. En la estación lo golpea el frío húmedo y el olor a café barato de las máquinas expendedoras. La gente corre, arrastra maletas, habla por móvil. Nadie lo espera.

Sale a la plaza frente a la estación y se queda paralizado un instante. Autos, autobuses, anuncios estruendosos, gente que lo esquiva como si fuera un obstáculo. En el bolsillo tiene la reserva impresa de un hostal barato en el centro, al que llegará en metro. Saca del bolso el esquema del metro que imprimió en casa; líneas de colores se entrelazan, estaciones con nombres desconocidos forman un laberinto. Necesita encontrar la suya, con una palabra larga y difícil.

En el metro baja, empujado por la masa. El vagón está lleno, caliente, huele a sudor y perfume. Las voces se funden en un ruido continuo. Se agarra del pasamanos y sigue leyendo los nombres que aparecen en las pantallas. Dentro de él sube la emoción: es ese punto diminuto en la inmensidad de la ciudad y todo apenas comienza.

El hostal está en un callejón cerca del anillo periférico. Un edificio viejo con el yeso descascarillado, una puerta de hierro con candado electrónico, un pasillo estrecho con linóleo y olor a detergente. El recepcionista, un joven delgado con coleta, le registra con el pasaporte, le entrega la llave de su casillero y le muestra la litera compartida para ocho personas. Cada cama tiene una cortina y una lámpara de mesa.

Los dos primeros días Andrés recorre la ciudad, tratando de memorizar las calles. Busca ofertas de trabajo en el móvil, llama a los anuncios. Le dicen que lo llamarán o le piden el currículum por correo. Sus pies duelen al final del día, y el bolsillo se queda sin billetes. Por la noche, en el hostal, se recuesta en su litera, escucha el ronquido del compañero, la risa del grupo de la habitación contigua y piensa que, por ahora, todo marcha bien. Así tiene que ser.

Al tercer día acude a una entrevista en una empresa de logística cuyo despacho está en un complejo de oficinas a la orilla del río. Lo recibe una joven de blusa formal, le hace varias preguntas, revisa su historial laboral y promete dar una respuesta en una semana. Salido del edificio, se queda un rato junto a las puertas de cristal, mirando el agua, y decide ir a pie al metro.

Empieza a lloviznar; levanta el cuello de la chaqueta y acelera el paso. En la esquina, frente a una vitrina con cuadros abstractos, se detiene. Dentro hay una galería. Paredes blancas, luz intensa, gente con copas de vino. A través del cristal se ve a una mujer alta, vestida de negro, riendo con la cabeza echada atrás. Andrés se queda mirando, como si fuera la pantalla de un televisor. En su pueblo nunca había visto eso; allí los cuadros sólo estaban en el viejo despacho cultural y, de paso, estaban polvorientos.

Justo cuando va a seguir, la puerta de la galería se abre de golpe y la mujer sale al pavimento. Enciende un cigarrillo, cubriendo la llama con la mano. Sus cabellos rubios están recogidos en un despeinado moño, lleva una cadena delicada. Nota que Andrés la observa y le sonríe con un leve gesto.

Entre, dice. Hoy inauguramos. Entrada libre.

Andrés se sonroja, pero avanza hacia la puerta.

Yo no creo que cumpla el código de vestimenta, balbucea, mirando sus jeans y su chaqueta.

Tranquilo, responde ella, apagando la ceniza. Aquí no hay dress code. Yo soy Begoña. ¿Y tú?

Andrés.

Un placer, Andrés. Vamos, el artista agradecerá una mirada extra.

La agarra del codo con naturalidad, como si fuera un viejo conocido, y lo introduce. El aroma a vino y a especias se mezcla con el perfume de la pintura fresca. La gente conversa en pequeños grupos, ríe, discute las obras. En las paredes cuelgan grandes lienzos con siluetas difuminadas de gente en la ciudad; solo las luces, las ventanas y las figuras están borrosas. Andrés se detiene frente a una y siente que la observa desde fuera.

¿Te gusta? pregunta Begoña, también mirando el cuadro.

Es extraño, responde con sinceridad. Da un poco de miedo.

Eso es bueno. El miedo es una reacción honesta. dice, volteándose. ¿Estás solo?

Sí. Acabo de llegar, soy del interior.

Entiendo. sus ojos se iluminan. ¿Qué haces en nuestra dura ciudad?

Trabajo intento encontrar algo. Antes era encargado de almacén.

Qué romántico, comenta Begoña con una sonrisa. Yo soy curadora, trabajo con artistas, proyectos y galerías. Este es mi patio de juego.

Hace un gesto amplio con la mano, describiendo el espacio.

Ten suerte de haber entrado. Hoy es una inmersión suave en el mundo cultural.

Un hombre de camisa negra, con barba canosa, se acerca; Begoña lo presenta como el autor de la exposición. Intercambian unas palabras, el artista estrecha la mano de Andrés y luego se ocupa de otros invitados. Begoña permanece a su lado.

¿Siempre has soñado con venir aquí? le pregunta, sirviendo vino blanco en un vaso de plástico.

Desde hace tiempo, pero nunca se dio. balbucea, sin encontrar más.

Ahora sí. ella lo mira intensamente. ¿Qué buscas aquí?

Él se encoge de hombros, sintiendo que sus orejas se ruborizan.

No lo sé. Algo distinto, no como allá.

Aquí lo encontrarás. Begoña sonríe. La cuestión es si estás dispuesto a ese algo distinto.

Lo dice sin burla, con una leve fatiga en la voz. Luego la llaman y se despide, y él se queda junto al cuadro con el vaso en la mano. Se siente extraño, como fuera de lugar pero, al mismo tiempo, parte de algo que antes solo veía en películas.

Al salir, Begoña le pregunta:

¿Tienes planes para esta noche?

No, volveré al hostal.

Suena aburrido. frunce el ceño. Vamos a una afterparty, habrá gente, música. Conocerás a alguien, quizás encuentres trabajo. Aquí todo se hace a través de contactos.

Andrés duda. Le viene a la cabeza la voz de Doña Carmen, que decía las grandes ciudades engañan a la gente. Pero Begoña, segura y viva, le parece una guía de otro mundo. Asiente.

Vale.

Toman un taxi que los lleva a una mansión antigua convertida en club. Dentro está oscuro, suena música electrónica, destellan luces. La gente bebe, baila, fuma en la escalera. Begoña le presenta a varios, menciona nombres que él apenas retiene. Le ofrecen vino y algo más fuerte; su cabeza se vuelve ligera, los límites se desdibujan.

¿Ves al chico del bar? susurra Begoña, acercándose al oído. Es coleccionista. Busca a jóvenes artistas emergentes. Para él, todo debe verse convincente.

Habla de galerías, subvenciones, patrocinadores, de cómo todo se sostiene en relaciones, en la historia que sabes contar de ti mismo. Andrés escucha, intentando no perderse en ese flujo de palabras. Siente que está detrás del telón de un gran espectáculo.

Al amanecer, sale a la calle a respirar. El aire está húmedo, el asfalto está frío. Begoña lo sigue, enciende otro cigarro.

¿No te arrepientes de haber venido? pregunta.

No. se apoya en la pared. Es raro, pero interesante.

Acostúmbrate. exhala el humo. La ciudad o te devora o aprendes a devorarla.

Dice la frase casi sin emoción, como si repitiera algo que ha oído antes. Luego lo mira detenidamente.

Andrés, me gustas. Eres auténtico, algo raro hoy. Tengo una idea. Quizá puedas ayudarme y, al mismo tiempo, beneficiarte.

Él se muestra receloso.

¿Qué idea?

Ahora no, estás cansado. Mañana te escribiré. ella le pide el número, lo guarda en el móvil. No desaparezcas. En esta ciudad es fácil perderse.

Al día siguiente despierta en el hostal con la cabeza pesada. Recuerda destellos de la noche: luces, caras, risas, frases sobre subvenciones. En la mesilla vibra el móvil con un mensaje de Begoña: Esta tarde pasa por la galería, hay algo que comentar.

Durante el día sigue llamando a ofertas, acude a otra entrevista en una empresa de almacenaje. Le proponen turnos nocturnos por poco dinero; él dice que lo pensará. El dinero escasea y aún no tiene empleo estable.

Al caer la tarde llega a la galería. El lugar está casi vacío. Begoña está sentada en una mesa alta con portátil, gafas, el pelo recogido en una coleta.

Hola, héroe de la noche, le dice, quitándose las gafas. ¿Cómo va la cabeza?

Bien.

Siéntate. señala un taburete. Tengo una propuesta un poco fuera de lo común.

Él asiente; ella lee su expediente mentalmente.

Necesitamos a alguien que haga de comprador formal. Firmas el contrato, recibes el dinero, pero en realidad el pago lo hacen otras personas y las obras no pasan por tus manos. Serás la cara limpia.

Andrés se queda helado.

¿Es legal?

Begoña sonríe levemente, pero sus ojos siguen serios.

No es la forma tradicional, pero se hace. El dinero pasa por tu cuenta, tú firmas, yo me ocupo de los trámites. No habrá problemas fiscales. Te pagaremos una buena cantidad, casi tres salarios que ganabas antes. Con eso podrías vivir varios meses sin contar cada céntimo.

¿Por qué a mí?

Porque eres nuevo, no tienes historial, no estás ligado al mundo del arte. Confío en ti.

Él siente que algo se contrae dentro.

¿Y si algo falla?

No fallará. Lo hemos hecho antes, solo es una forma de evitar burocracia. El dinero es limpio, los compradores son serios y no quieren publicidad. Necesitan alguien discreto.

Los recuerdos de Doña Carmen, del almacén, del microbús y de la tele aparecen. También la noche vibrante en la galería. Dos voces compiten en su cabeza: una dice que es una oportunidad, la otra susurra que manejar dinero ajeno es peligroso.

Necesito pensar, dice.

Tienes 24 horas. Mañana por la mañana quiero respuesta. Begoña asiente. No me gusta que la gente desaparezca.

Sale, saca la hoja del metro del bolsillo, la despliega y la estudia como si fuera un mapa de un laberinto. Se sienta en un banco bajo la escalera de un edificio vecino y mira al suelo. Imagina varios desenlaces: explicarle todo a la policía, que todo salga bien y recibir el dinero, o quedarse sin trabajo y volver al pueblo.

Esa noche se queda en la litera, escuchando series en los portátiles de los demás, riendo y discutiendo. Piensa en su vida anterior, en el almacén con el viento frío en la puerta, en los compañeros que sólo hablaban de lo mal que está todo, en su habitación con la pintura deslucida. Allí, la calle estaba oscura pero segura. Aquí, el miedo es grande pero el horizonte también.

Al amanecer, decide. El móvil vibra con un mensaje de Begoña: ¿Qué decides?. Escribe Sí, acepto y envía.

Begoña responde al instante: Perfecto. Nos vemos hoy a las tres en la galería. Lleva el pasaporte.

Todo el día pasa como en niebla. A las tres llega a la galería. Begoña le recibe en la entrada, vestida con traje de negocios, el pelo recogido. Su rostro muestra concentración.

Vamos. le agarra del codo. Ahora te explico todo.

Se dirigen a una pequeña oficina en el distrito financiero. Allí le espera un hombre de mediana edad, con un suéter caro y mirada atenta. Begoña lo presenta como Dmitri.

Andrés, comienza, hojeando unos documentos. El esquema es sencillo. El dinero llega a tu cuenta, tú firmas como comprador, luego, mediante poder, transfieres las obras a nuestro socio. ¿Preguntas?

Andrés piensa en muchas, pero no sabe cómo formularlas.

¿Y la Agencia Tributaria? pregunta al fin.

El hombre sonríe como quien explica a un niño.

Lo hemos previsto. La cantidad se dividirá, oficialmente será un préstamo que luego devolverás. No habrá problemas. Yo me ocupo, créeme.

Andrés asiente, aunque la fe escasea. Begoña interviene, aclara detalles, parece que todo es rutina para ella.

Le hacen firmar varios papeles. Sus manos tiemblan. Lee palabras como préstamo, reembolso, responsabilidad. Después van al banco. Abre una cuenta, saca una tarjeta. Una hora después llega un mensaje de que la suma ha ingresado. Los números le parecen irreales.

Enhorabuena dice Dmitri. Todo sigue el plan. Mañana entregamos las obras.

Begoña lo acompaña hasta el metro.

Ya ves, no es tan terrible comenta. Lo has logrado.

¿Y si? titubea. Si se descubre algo?

No te obsesiones. ella lo mira directamente. En esta ciudad todos hacen lo que pueden para sobrevivir. Lo importante es no ser un tonto.

Él quiere preguntar a quién se refiere, pero se queda callado.

Esa noche casi no duerme. El dinero en la cuenta arde en su bolsillo, aunque aún no puede usarloAl fin, Andrés comprende que su destino se decidirá en ese preciso instante, cuando el tren de la vida vuelva a arrancar.

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