El derecho a equivocarse.
Leticia descubre por casualidad que su padre tiene una amante el día que falta al instituto para acompañar a su amiga Marta al estudio de tatuajes. Como ir al centro comercial con el uniforme escolar resulta incómodo, entra en casa a cambiarse. Mientras se pone unos vaqueros, gira la llave en la cerradura y se queda paralizada, tambaleándose sobre un pie porque el otro sigue atrapado en la pernera. Primero piensa en ladrones, pero reconoce la voz de su padre; parece hablar por teléfono.
—Ahora cojo la equipación y salgo. No puedo decir que estaba entrenando si la bolsa de deporte está bajo la cama.
Se equivoca: no es una llamada, está grabando un mensaje de voz. Minutos después, oye una voz femenina:
—Cariño, ¡cuánto te echo de menos! No aguanto la espera… Por cierto, he hecho tus empanadillas favoritas. Date prisa o se enfriarán. ¡Un millón de besos!
Tarda en entender lo escuchado. Primero identifica la voz: es tía Ana, colega de su padre y hermana de la mejor amiga de su madre, quien frecuenta su casa. A Leticia le cae bien. Tía Ana es diferente: no finge saber cómo vivir correctamente, le gusta divertirse y escucha música moderna, no esas canciones tristes que prefieren sus padres. Solo al preguntarse por qué tía Ana envía audios a su padre, capta el significado.
La llave gira otra vez y el piso queda en silencio. Leticia se desploma en la cama y repite mentalmente las palabras: no es imaginación; su padre tiene una relación. ¿Qué hacer? ¿Decírselo a su madre? ¿Cómo tratar a su padre y a esa mujer?
Sin decidirse, corre a encontrarse con Marta, quien ya le ha enviado cinco mensajes. Ambas llevan un mes planeando el tatuaje, y Marta domina falsificar firmas maternas. Pero ahora su ánimo se ha esfumado.
—¿Qué te pasa? —insiste Marta—. ¿Quieres tatuarte también? ¡Yo falsifico la firma de tu madre!
Le aliviaría compartir aquel secreto y repartir la culpa, pero no puede ni con su amiga. Así que Leticia finge que el problema es el tatuaje.
Dos semanas después: no estudia, evita salir con amigas, rehúye conversaciones con su madre y descarga su ira con su padre. No sabe cómo actuar. Casi le confiesa todo a su madre, pero esta la riñe por un suspenso en química. Discuten brutalmente. Esa noche, su madre entra con una palmera de chocolate, el postre favorito de Leticia:
—Perdona, cielo, por gritarte. Sé que no es pedagógico. ¡Es que me preocupo por tus exámenes! Quiero que todo te vaya bien.
—¿Otra vez? ¡Aprobaré! ¿La palmera es para mí?
—Claro. ¿Hacemos las paces? Odio discutir.
Leticia toma el dulce, besa a su madre y jura no herirla jamás. Si así sufre por una tontería, ¿qué sería al enterarse? Debe impedir que lo descubra.
Se convierte en cómplice de su padre: le cubre los retrasos, le recuerda fechas familiares y distrae a su madre si alguien le llama. Pero ignora sus peticiones, le habla con brusquedad y apenas contiene sus opiniones.
Con el tiempo, todo mejora: su padre regresa puntual, ella aprueba los exámenes y empieza primero de bachillerato. El asunto se desvanece como una pesadilla. Además, conoce
Y así, con el tatuaje aún latiendo en su piel, Lucía respiró hondo y entró en el instituto, convencida de que jamás dejaría entrar a nadie en su corazón de nuevo.