La Broma Fallida
La alegre y divertida Lucía no podía pasar ni un día sin gastar bromas. En el colegio siempre estaba bromeando, haciendo chistes, y los chicos la respetaban por eso. En la universidad formó parte del equipo de humoristas. Incluso a la hora de salir con chicos, buscaba siempre a los que tuvieran sentido del humor.
—Lucía, últimamente cambias de novio muy rápido —le dijo una vez su amiga de la universidad—. Un día sales con uno, al siguiente con otro, y ahora ya estás con un tercero.
—Carmen, ya sabes que para mí, el sentido del humor es esencial. Yo misma no puedo vivir sin reírme. No es mi culpa que me toquen así: Pablo no sabía ni sonreír, y Diego se desternillaba con cualquier tontería, eso tampoco es normal —explicó mientras se encogía de hombros.
—Bueno, vas a tardar en encontrar a alguien que cumpla con todo —respondió Carmen con una sonrisa burlona.
—Es que me gusta reír, divertirme. Quiero un chico que me siga el juego, que sepa disfrutar de una buena broma —dijo Lucía.
—Pero la vida no es una broma, Lucía. Yo, por ejemplo, prefiero a alguien serio. Todas esas tonterías… no son para mí —contestó Carmen, esta vez con seriedad.
—Somos diferentes, Carmen. A mí me gustan los chicos que no solo bromean, sino que también saben reírse de sí mismos, que ven el lado positivo de las cosas. Es genial estar rodeada de gente alegre. Lo importante es que las bromas no pasen de la raya —argumentó Lucía.
Lucía adoraba el Día de los Inocentes, ese día en que todo vale y nadie debe enfadarse. Tanto en la universidad como en la oficina, siempre buscaba a quién gastarle una broma. Y ella misma casi nunca caía en las trampas, si alguien intentaba burlarse de ella. Así era su carácter.
Había salido con chicos, pero Pablo era un hueso, no entendía ni un chiste y hasta se ofendía, así que rompió con él enseguida. Diego al principio parecía bien, se reía de sus bromas, veían programas de humor juntos… pero ella notó que algunas ocurrencias no las pillaba, así que poco a poco, la relación se enfrió.
La Ruptura
Cuando conoció a Javier, pensó que por fin había encontrado al hombre ideal, alguien con quien compartir su vida… y sus bromas, claro, sin eso no había nada. Así que un 28 de diciembre, se escondió tras una esquina y, cuando él pasó, saltó con una mueca terrorífica mientras gritaba: “¡Buuu!”, intentando asustarlo. La broma no funcionó, Javier ni se inmutó, pero Lucía esperaba su venganza.
Extrañamente, ese día Javier no respondió con ninguna broma. Pero al día siguiente, cuando ella entraba en la sala con una bandeja con dos tazas de café y una tableta de chocolate, él le lanzó bajo los pies una serpiente de juguete, tan realista que hasta se movía. Del susto, Lucía dio un salto y la bandeja se le cayó al suelo, derramando el café por todas partes.
—¡Javier, qué demonios! ¿Así se asusta a la gente? El café estaba caliente, por suerte no me quemé, pero pudiste haberme lastimado —gritó, indignada.
Javier se encogió de hombros.
—Solo fue mi respuesta. No sabía que te asustarías tanto.
Esta vez discutieron, pero luego hicieron las paces. Sin embargo, un mes después, él volvió a gastarle una broma, esta vez con una serpiente real, pequeña e inofensiva, que había pedido prestada a un amigo. De nuevo, la lanzó frente a ella mientras Lucía terminaba su té, lista para ir al trabajo. Ella se asustó tanto al ver al reptil arrastrándose hacia ella que tiró el té encima y saltó sobre una silla, gritando.
Javier se rio, tomó la serpiente y la guardó en una caja.
—¿Por qué tanto drama? No es venenosa, se la pedí a Manolo. A ti te gustan las bromas, ¿no? Pues aquí tienes una —dijo, sin entender su reacción.
—¡¿A esto le llamas una broma?! ¡Llévate tu serpiente y tus cosas, y lárgate de mi casa! Y esto lo digo muy en serio. Vete.
Así terminó todo. A Lucía le encantaban las bromas, pero siempre que fueran inofensivas, al menos que no pusieran en riesgo su salud. Sabía reconocer cuándo alguien intentaba engañarla, y no era fácil pillarla. Sus compañeros de trabajo lo sabían, y aunque intentaban burlarse de ella, casi nunca lo conseguían. Podía decir las cosas más absurdas con una cara de póker imperturbable. ¿Era en serio o en broma? Imposible saberlo.
Solía aprovechar esto al máximo. Se acercaba a su compañero Marcos, le soltaba alguna tontería con total seriedad, y él salía corriendo a comprobarlo. Pero nunca se enfadaba con ella, e incluso intentaba devolverle las bromas. El 28 de diciembre eran una competencia para ver quién se adelantaba.
Con Marcos había una relación puramente profesional, nunca se le ocurrió verlo como algo más. Quizás porque esas batallas de humor la hacían feliz, eran su válvula de escape en los días grises.
El Día de los Inocentes
Ese 28 de diciembre, Lucía se esforzó. Llevó unos pastelillos de manzana que había hecho ella misma, pero guardó uno especial para Marcos, relleno de sal y pimienta.
—Marcos, vamos a tomar café, hasta hice unos pastelillos —dijo, mostrando la bandeja y dejando el pastelillo trampa frente a él mientras repartía los demás entre sus compañeros.
—El café está bien, pero lo preparo yo, que contigo nunca se sabe —se rio él, sin prestar atención al pastelillo.
Pero al empezar a tomar su café, mordió el pastelillo distraídamente… y al segundo bocado, se tapó la boca y salió corriendo de la oficina.
—Lucía, otra vez con tus bromas, ¿nos habrás puesto algo a nosotros también? —preguntaron algunos, entre risas y miradas sospechosas.
—No, no, los vuestros son normales, solo Marcos tuvo mala suerte —respondió ella, riéndose.
Marcos volvió y, serio, le dijo:
—¿Cómo pude confiarme hoy? Sabía que algo tramarías.
Todos rieron, incluida Lucía, feliz de haberlo engañado.
Pero sabía que Marcos no se quedaría callado. Tarde o temprano, se vengaría.
El resto del día, él no dejó de quejarse en broma:
—Les diste pastelillos ricos a todos, menos a mí, me dejaste con hambre —bromeó—. Pero tranquila, yo también tengo algo preparado. Esto no se queda así.
—Lo sé, no vas a dejarlo pasar…
La Broma Desastrosa
Todo transcurría con normalidad hasta que, al final de la jornada, Lucía fue a la cocina a por un té. Unos compañeros estaban allí, y justo entonces entró Marcos.
—Ah, tomando té, ¿eh? Pues yo quiero una manzana.
Tomó un cuchillo y comenzó a cortar una manzana en cuartos, sosteniéndola con la mano izquierda mientras cortaba con la derecha. De pronto, gritó:
—¡Ay, me corté! Lucía, tráeme una toalla.
Marcos no sabía que Lucía odiaba la sangre, y más aún las heridas. Si veía algo así, entraba en pánico. Desesperada, buscó una toalla por toda la cocina hasta encontrar un rollo de papel. Corrió hacia él y, al agarrarle la mano izquierda para ayudarlo… ¡la mano se desprendió y cayó al suelo! La manga de su camisa estaba vacía.
A Lucía le dio un vuelLucía se desmayó al instante, y cuando despertó, vio a Marcos arrodillado a su lado, pálido de preocupación, mientras sus compañeros suspiraban aliviados al ver que estaba bien, y en ese momento, entre risas y disculpas, supo que había encontrado al hombre perfecto, uno que sabía reírse con ella pero también cuidarla cuando las bromas iban demasiado lejos.