El Peso de los Recuerdos

**El peso de los recuerdos**

La muerte de mi madre me alcanzó como un golpe inevitable. Llegué al tercer día. No porque no hubiera tenido tiempo, sino porque no pude. ¿Cómo abrir la puerta de una casa donde su voz ya no resuena? ¿Cómo respirar el aire impregnado de su perfume? ¿Cómo mirar a los vecinos y decirles «hola» cuando lo que atora mi garganta es un «perdón»?

El tren llegó al amanecer. La estación me recibió con olor a hierro oxidado, asfalto húmedo y una tristeza espesa. Bajé el último, con una mochila gastada al hombro y un rostro tallado en piedra, como llevaba años. En la sala de espera, un vagabundo dormía en un banco, encogido como si quisiera esconderse del mundo. Todo me resultaba familiar, pero ajeno, como una foto descolorida donde los rostros son conocidos pero tú mismo te sientes extraño.

La casa en el pueblo cerca de Zaragoza seguía en pie, pero parecía haber envejecido de la noche a la mañana. La fachada descascarada, el porche torcido, los barrotes oxidados, y la pintura de la puerta desconchada como piel reseca, olvidada por el cuidado. Los escalones crujían bajo mis pies, como susurrando historias pasadas.

La vecina Carmen abrió la puerta casi antes de que llamara, como si hubiera estado esperando tras la cerradura. Con un pañuelo viejo, una bata descolorida y un rostro marcado por el tiempo, sus ojos se suavizaron al verme. En ellos brilló un destello de ternura, como si no viera a un hombre cansado, sino al niño que jugaba al fútbol en el polvoriento patio.

—Al fin estás aquí —dijo, sin reproche pero con un dejo de pena. Bajó la voz y añadió—: Pasa. Todo está igual. Nadie ha tocado nada.

El aire olía a hierbas y flores marchitas. La luz del sol se filtraba por las cortinas pesadas, iluminando el alféizar desgastado y un mantel de ganchillo. Entré en la habitación de mi madre. Todo en su sitio: la manta del sofá doblada con precisión, como en mi infancia; el reloj antiguo de la pared, cuyo tic-tac me asustaba de niño. Sobre la mesa, una nota: «Las llaves del desván están en el cajón. Sabes dónde está todo.» Me senté en el sofá, sin quitarme la chaqueta. Miré al vacío, recorrí con la vista el techo agrietado, la lámpara polvorienta, el marco de la ventana descascarado. Luego me acosté, vestido, y me dejé caer en el sueño. Como una manta cálida, me envolvió, alejándome del dolor, y por primera vez en años no me resistí.

Por la mañana encontré aquella cartera. La misma con la que fui al colegio de pequeño. El cuero rajado, el cierre roto, las esquinas desgastadas hasta agujerarse, y el asa remendada torpemente con cinta adhesiva. Estaba en el estante más alto del armario, cubierta con un trapo viejo, como si ella la hubiera guardado como una reliquia. Dentro, libretas amarillentas con mi letra infantil, una postal de mi padre (antes de que desapareciera de nuestras vidas), y otra nota escrita temblorosamente después: «No es culpa tuya. Tienes tu propio camino. Perdóname por no entenderlo siempre. Mamá.»

Me senté en el suelo, abrazando la cartera como un niño. La espalda contra la pared fría, las piernas encogidas, los ojos clavados en aquellas palabras. Acaricié el papel como si pudiera tocar su mano, sentir su calor. Los ojos me ardían, pero no lloré. Solo escuché el graznido de un cuervo fuera y el tictac del reloj. Y pensé: ¿cuántos años hacen falta para aceptar un simple «no es tu culpa»? ¿Y cuántos más para creerlo sin dudas, sin pruebas, solo porque ella lo dijo?

Me quedé una semana. Ordené papeles, tiré trastos viejos, guardé las fotos. Arreglé una estantería coja, limpié el polvo del cómoda, lavé las ventanas para dejar entrar la luz. Fui a la tienda del pueblo, no solo por pan, sino por respirar el aire, oír sus ruidos. Tomé té en la cocina, junto a la ventana donde ella se sentaba a mirar a los niños jugar. Y guardé silencio, no por vacío, sino porque lo importante ya estaba dicho en aquella nota.

Me fui al amanecer. El pueblo despertaba: chirriaban las puertas, el barrendero barría hojas sin prisa. En la parada, un niño esperaba con una cartera igual de gastada. Sonreí:

—Resistente, ¿eh?

Asintió, como si hablar con un extraño fuera lo más normal:

—Era de mi abuelo. Decía que si algo aguanta, es porque está contigo. Esas cosas no se abandonan.

Asentí, pero de un modo distinto, como si no hablara de la cartera, sino de mí mismo. Subí al autobús, saqué la cartera —no la mochila, esa la dejé en casa— y la apoyé en las rodillas. Cerré los ojos y, por primera vez en años, pensé: «Quizá no sea culpa mía.» No perfecto. No siempre acertado. Pero no culpable.

A veces, para saber quién eres, hay que volver al lugar donde te esperaron. Aunque sea en silencio. Donde el polvo no es suciedad, sino huella del tiempo. Donde lo viejo no es basura, sino memoria. Donde puedes ser simplemente tú. Y eso basta.

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