**Barbas**
—¡Barbas, ven aquí ahora mismo! —Vicente salió del coche y corrió hacia el perro tendido al borde del camino.
Pero Barbas no se levantó, no movió el rabo… La comprensión de lo irremediable quemó a Vicente: el perro había muerto. «¿Qué le digo ahora a mi madre?», pensó, inclinándose sobre el cuerpo sin vida de Barbas, mientras lágrimas no invitadas caían sobre su hocico canoso.
***
El viejo perro de Valentina Gabriela nunca simpatizó con su nuera Rita. Desde el primer encuentro. Gruñía desde lo más hondo cuando ella pasaba, golpeando nervioso el rabo contra las tablas del porche. Rita le tenía miedo y lo odiaba en silencio.
—¡Qué monstruo inútil… Si dependiera de mí, ya lo habrían dormido! —le amenazaba a Barbas.
—Rita, ¿cómo dices esas cosas? Quizá no le gusta el olor de tu perfume o el ruido de tus tacones. Es un viejo perro, y los viejos suelen ser quisquillosos… —intentaba calmar Vicente a su mujer.
Valentina Gabriela solo los miraba con desaprobación: «Vaya tela». Si esa presumida supiera lo que Barbas había hecho por ellos… Había dado más de lo que Rita jamás daría.
***
Valentina Gabriela evitaba inmiscuirse en la vida de su hijo. Ni siquiera cuando él le presentó a su prometida Rita dijo una palabra en contra. Aunque su corazón no latió más rápido por la elegida de Vicente. Había algo artificial en Rita, algo falso… Sonreía, pero su sonrisa no transmitía calor. Cuando Vicente preguntó:
—Mamá, ¿qué te parece Riti? Una belleza, ¿verdad?
Valentina solo respondió:
—Tú eliges a la mujer con la que vivirás… Lo importante es que seas feliz. Yo solo puedo daros mi bendición… —Luego lo abrazó fuerte y lo besó como solo una madre sabe hacer.
Después de la boda, los jóvenes se instalaron en el piso heredado de Rita. Vicente apenas visitaba a su madre en el pueblo, aunque la echaba de menos. Rita odiaba ir: prefería vacaciones cómodas, y a él no le gustaba discutir. Pero ese verano, ella tuvo la repentina idea de hacer turismo rural.
—Leí que es bueno para la salud y los nervios. La ciudad es estrés puro, ¡y el sedentarismo nos mata! Además, está de moda. Pero es carísimo… Así que recordé tu pueblo —dijo Rita, haciendo las maletas.
Vicente se alegró. Hacía mucho que no pisaba su hogar, y si para eso debía convertirse en ecoturista, pues bienvenido. Podía teletrabajar, así que en dos días ya estaban allí.
Valentina los recibió con alegría.
—¡Por fin vinieron! Aquí se descansa mejor que en vuestros Túneces o Egiptos.
—Yo no compararía… —murmuró Rita—. Oye, Valentina, ¿tenéis animales? El turismo rural implica vivir la autenticidad del campo.
La suegra no entendió bien a qué se refería, pero contestó:
—Pues Barbas y una docena de gallinas. Antes tenía una cabrita… Se nos murió el año pasado.
Rita miró con desdén al anciano perro tumbado al sol en el porche y torció el gesto.
—Me refiero a animales útiles, no a este jubilado canino. Me sorprende que siga vivo.
—Pero tengo una huerta enorme… ¡Ahí hay trabajo de sobra! ¡Puedes vivir la autenticidad cuanto quieras! —respondió Valentina.
—Empezaremos mañana —dijo Vicente—. Te ayudaré con leña, la valla, lo que haga falta. Ahora, a dormir.
Subió las maletas mientras Rita, hundiendo sus tacones en la tierra, lo seguía refunfuñando. Al pisar el porche, Barbas alzó su hocico gris y gruñó. Rita chilló y se escondió tras Vicente.
—No te enfades, Barbitas. Ella no lo dice con mala intención…
El perro movió el rabo, feliz de ver al dueño que conocía desde cachorro.
***
A la mañana, Valentina llevó a Rita a conocer su humilde finca.
—Aquí el gallinero, los manzanos, las grosellas… Y esta es mi huerta. Hay que quitar las malas hierbas.
Pero Rita no distinguía entre lechugas y cardos.
—Esto es una zanahoria, y esto un maldito diente de león. ¡Arráncalo! —le enseñaba Valentina—. ¿Nunca viste uno?
—¡Sí vi dientes de león! ¡Pero no distingo el resto de hierbajos! ¡No soy botánica! —se quejó Rita.
Sudaba, se quejaba, se enfurecía. Los insectos la asediaban, su ropa deportiva estaba sucia, el esmalte de sus uñas, arruinado. Tras una hora, su espalda gritaba pidiendo descanso.
—¡Basta por hoy! Esto no es ecoturismo, ¡es esclavitud!
—Te iba a presentar a mis gallinas… —dijo Valentina.
Rita se estremeció.
—¡Mañana!
Caminó hacia la casa, pero en el porche seguía el inútil de Barbas. La miró y enseñó los dientes. Rita pasó de lado, asustada.
—¡Ese perro me odia! ¡Podría morderme! —se quejó esa noche.
—¡Barbas nunca mordió a nadie! Solo te muestra que aún sirve para algo. Le has ofendido.
—¿Quieres que le pida perdón? —se burló Rita.
—No estaría mal…
Ella giró un dedo en la sien: su marido se había vuelto loco.
Valentina intentó mediar:
—Acarícialo, háblale. Verá que eres de la familia.
—¡Como si me importara lo que piense un perro callejero! ¡No es una persona! —refunfuñó Rita.
Valentina suspiró. Barbas olfateaba lo que ella ya sabía: algo en Rita no estaba bien.
***
Una noche, Rita salió a admirar las estrellas. De pronto, algo se movió en los arbustos… Un gruñido. Ella corrió, tropezó, y cayó en una zanja de ortigas. Gritó, quemada por el escozor.
Vicente la sacó de allí, pero Rita ya estaba furiosa.
—¿Por qué tu «inofensivo» perro intentó matarme?
—Solo te asustó. No sabía quién eras en la oscuridad…
Ella no discutió, pero no perdonó a Barbas. Al día siguiente, pagó a un hombre del pueblo para que se lo llevara.
—Llévalo lejos, que no encuentre el camino. Si sobrevive, bien. Si no… peor para él.
El hombre asintió. El trabajo escaseaba, y el dinero nunca sobra.
***
—Vicente, ¿has visto a Barbas? No se aleja nunca… —Valentina recorría el patio, preocupada.
Buscaron todo el día, preguntaron a los vecinos. Pero Barbas había desaparecido.
—¿Dónde estará? —Valentina se sentó en el porche y lloró.
—No exageres —dijo Rita—. Ya estaba viejo. Quizá se fue a morir al bosque. Cómprate otro.
—Barbas no era solo un perro… —sollozó Valentina—. Fue un ángel. Si no fuera por él, quizá ni siquiera tendría a mi hijo. Vicente, ¡muestra tus cicatrices!
—Me quemé de niño… dijiste tú.
—Sí… Hubo un incendio. Solo tenías cinco años. Yo trabajaba, tu abuela te cuidaba. Barbas te sacó del fuego, inconsciente. Te golpeó una viga. Tu abuela no sobrevivió. Lo olvidaste, pero yo no…
—Es verdad… —**Barbas**
—¡Barbas, ven aquí ahora mismo! —Vicente salió del coche y corrió hacia el perro tendido al borde del camino.
Pero Barbas no se levantó, no movió el rabo… La comprensión de lo irremediable quemó a Vicente: el perro había muerto. «¿Qué le digo ahora a mi madre?», pensó, inclinándose sobre el cuerpo sin vida de Barbas, mientras lágrimas no invitadas caían sobre su hocico canoso.
***
El viejo perro de Valentina Gabriela nunca simpatizó con su nuera Rita. Desde el primer encuentro. Gruñía desde lo más hondo cuando ella pasaba, golpeando nervioso el rabo contra las tablas del porche. Rita le tenía miedo y lo odiaba en silencio.
—¡Qué monstruo inútil… Si dependiera de mí, ya lo habrían dormido! —le amenazaba a Barbas.
—Rita, ¿cómo dices esas cosas? Quizá no le gusta el olor de tu perfume o el ruido de tus tacones. Es un viejo perro, y los viejos suelen ser quisquillosos… —intentaba calmar Vicente a su mujer.
Valentina Gabriela solo los miraba con desaprobación: «Vaya tela». Si esa presumida supiera lo que Barbas había hecho por ellos… Había dado más de lo que Rita jamás daría.
***
Valentina Gabriela evitaba inmiscuirse en la vida de su hijo. Ni siquiera cuando él le presentó a su prometida Rita dijo una palabra en contra. Aunque su corazón no latió más rápido por la elegida de Vicente. Había algo artificial en Rita, algo falso… Sonreía, pero su sonrisa no transmitía calor. Cuando Vicente preguntó:
—Mamá, ¿qué te parece Riti? Una belleza, ¿verdad?
Valentina solo respondió:
—Tú eliges a la mujer con la que vivirás… Lo importante es que seas feliz. Yo solo puedo daros mi bendición… —Luego lo abrazó fuerte y lo besó como solo una madre sabe hacer.
Después de la boda, los jóvenes se instalaron en el piso heredado de Rita. Vicente apenas visitaba a su madre en el pueblo, aunque la echaba de menos. Rita odiaba ir: prefería vacaciones cómodas, y a él no le gustaba discutir. Pero ese verano, ella tuvo la repentina idea de hacer turismo rural.
—Leí que es bueno para la salud y los nervios. La ciudad es estrés puro, ¡y el sedentarismo nos mata! Además, está de moda. Pero es carísimo… Así que recordé tu pueblo —dijo Rita, haciendo las maletas.
Vicente se alegró. Hacía mucho que no pisaba su hogar, y si para eso debía convertirse en ecoturista, pues bienvenido. Podía teletrabajar, así que en dos días ya estaban allí.
Valentina los recibió con alegría.
—¡Por fin vinieron! Aquí se descansa mejor que en vuestros Túneces o Egiptos.
—Yo no compararía… —murmuró Rita—. Oye, Valentina, ¿tenéis animales? El turismo rural implica vivir la autenticidad del campo.
La suegra no entendió bien a qué se refería, pero contestó:
—Pues Barbas y una docena de gallinas. Antes tenía una cabrita… Se nos murió el año pasado.
Rita miró con desdén al anciano perro tumbado al sol en el porche y torció el gesto.
—Me refiero a animales útiles, no a este jubilado canino. Me sorprende que siga vivo.
—Pero tengo una huerta enorme… ¡Ahí hay trabajo de sobra! ¡Puedes vivir la autenticidad cuanto quieras! —respondió Valentina.
—Empezaremos mañana —dijo Vicente—. Te ayudaré con leña, la valla, lo que haga falta. Ahora, a dormir.
Subió las maletas mientras Rita, hundiendo sus tacones en la tierra, lo seguía refunfuñando. Al pisar el porche, Barbas alzó su hocico gris y gruñó. Rita chilló y se escondió tras Vicente.
—No te enfades, Barbitas. Ella no lo dice con mala intención…
El perro movió el rabo, feliz de ver al dueño que conocía desde cachorro.
***
A la mañana, Valentina llevó a Rita a conocer su humilde finca.
—Aquí el gallinero, los manzanos, las grosellas… Y esta es mi huerta. Hay que quitar las malas hierbas.
Pero Rita no distinguía entre lechugas y cardos.
—Esto es una zanahoria, y esto un maldito diente de león. ¡Arráncalo! —le enseñaba Valentina—. ¿Nunca viste uno?
—¡Sí vi dientes de león! ¡Pero no distingo el resto de hierbajos! ¡No soy botánica! —se quejó Rita.
Sudaba, se quejaba, se enfurecía. Los insectos la asediaban, su ropa deportiva estaba sucia, el esmalte de sus uñas, arruinado. Tras una hora, su espalda gritaba pidiendo descanso.
—¡Basta por hoy! Esto no es ecoturismo, ¡es esclavitud!
—Te iba a presentar a mis gallinas… —dijo Valentina.
Rita se estremeció.
—¡Mañana!
Caminó hacia la casa, pero en el porche seguía el inútil de Barbas. La miró y enseñó los dientes. Rita pasó de lado, asustada.
—¡Ese perro me odia! ¡Podría morderme! —se quejó esa noche.
—¡Barbas nunca mordió a nadie! Solo te muestra que aún sirve para algo. Le has ofendido.
—¿Quieres que le pida perdón? —se burló Rita.
—No estaría mal…
Ella giró un dedo en la sien: su marido se había vuelto loco.
Valentina intentó mediar:
—Acarícialo, háblale. Verá que eres de la familia.
—¡Como si me importara lo que piense un perro callejero! ¡No es una persona! —refunfuñó Rita.
Valentina suspiró. Barbas olfateaba lo que ella ya sabía: algo en Rita no estaba bien.
***
Una noche, Rita salió a admirar las estrellas. De pronto, algo se movió en los arbustos… Un gruñido. Ella corrió, tropezó, y cayó en una zanja de ortigas. Gritó, quemada por el escozor.
Vicente la sacó de allí, pero Rita ya estaba furiosa.
—¿Por qué tu «inofensivo» perro intentó matarme?
—Solo te asustó. No sabía quién eras en la oscuridad…
Ella no discutió, pero no perdonó a Barbas. Al día siguiente, pagó a un hombre del pueblo para que se lo llevara.
—Llévalo lejos, que no encuentre el camino. Si sobrevive, bien. Si no… peor para él.
El hombre asintió. El trabajo escaseaba, y el dinero nunca sobra.
***
—Vicente, ¿has visto a Barbas? No se aleja nunca… —Valentina recorría el patio, preocupada.
Buscaron todo el día, preguntaron a los vecinos. Pero Barbas había desaparecido.
—¿Dónde estará? —Valentina se sentó en el porche y lloró.
—No exageres —dijo Rita—. Ya estaba viejo. Quizá se fue a morir al bosque. Cómprate otro.
—Barbas no era solo un perro… —sollozó Valentina—. Fue un ángel. Si no fuera por él, quizá ni siquiera tendría a mi hijo. Vicente, ¡muestra tus cicatrices!
—Me quemé de niño… dijiste tú.
—Sí… Hubo un incendio. Solo tenías cinco años. Yo trabajaba, tu abuela te cuidaba. Barbas te sacó del fuego, inconsciente. Te golpeó una viga. Tu abuela no sobrevivió. Lo olvidaste, pero yo no…
—Es verdad… —Vicente sintió cómo el recuerdo de aquel incendio, borroso pero cálido como las caricias de Barbas en su infancia, lo abrazaba mientras el nuevo cachorro lamió su mejilla con la misma devoción que su predecesor.