Oye, te cuento una historia que me llegó al alma. Se llama “EL NIÑO QUE PLANTÓ UN BOSQUE”.
Me llamo Javier Méndez y nací en un pueblecito de la Sierra de Guadarrama. Desde pequeño, mi abuelo me hablaba de cuando la montaña frente a nuestra casa estaba llena de pinos, arroyos cristalinos y pájaros que no paraban de cantar al amanecer.
Pero cuando yo tenía ocho años, esa montaña era solo tierra seca, llena de grietas y un silencio que daba pena. Un día le pregunté:
Abuelo, ¿por qué ya no hay árboles?
Porque los cortaron para vender la madera, hijo, y la tierra se quedó sin fuerza.
¿Y quién los va a volver a poner?
Alguien que quiera más el mañana que su descanso de hoy.
Esa noche no pegué ojo. Sentí que el abuelo me había pasado una tarea.
Al día siguiente, agarré una lata vieja, la llené de tierra y planté unas semillas de pino que encontré cerca de un camino. No sabía si saldría algo, pero todos los días las regaba con agua que traía del arroyo. Cuando vi el primer brote verde, sentí algo increíble, como si un poquito de esperanza se hubiera quedado conmigo.
Empecé a juntar más semillas y a plantarlas, primero en el jardín de casa, luego en las laderas. Los vecinos se reían:
Javier, eso no va a servir de nada.
Pero yo no olvidaba las palabras del abuelo.
Poco a poco, otros chavales se apuntaron. Los sábados subíamos con botellas de agua, semillas y palitas hechas con latas. A veces las plantas no aguantaban, otras sí. Aprendimos a ponerles vallas para que las cabras no se las comieran y a colocar piedras para que la tierra guardara humedad.
Cuando cumplí quince, ya había más de tres mil árboles creciendo. Se notaba el cambio: volvían los pájaros, el suelo ya no se secaba tanto, y cuando llovía, los arroyillos reaparecían.
La cosa llegó hasta la radio del pueblo y luego a un periódico de Madrid. Un día, un señor de una fundación medioambiental vino a verme:
Javier, ¿quieres ayuda para plantar más?
Ni lo pensé.
Con su apoyo, conseguimos herramientas, guantes y, sobre todo, más semillas de especies autóctonas. También nos enseñaron a cuidar mejor el bosque. El abuelo, que ya estaba mayor, me dio un abrazo y me dijo:
Ahora sí estás viendo el futuro, chaval.
Hoy tengo veinticuatro y estudio Ciencias Ambientales. En esa montaña que antes estaba pelada, ahora hay un bosque joven con más de veinticinco mil árboles. No es perfecto, pero es hogar para pájaros, conejos, zorros y gente a la que le gusta pasear bajo su sombra.
Cada vez que subo, toco los troncos y pienso que seguirán ahí mucho después de mí. Y me encanta imaginar que, dentro de cincuenta años, algún niño le pregunte a su abuelo:
¿Quién plantó todo esto?
Y él conteste:
Un niño que quiso más el mañana que su descanso de hoy.







