Encarnación Rojas ajustó con manos temblorosas la servilleta bajo la maceta de geranios y miró el reloj por enésima vez. Menos de una hora para la llegada de los invitados, y un torbellino de nervios la agitaba. Los sesenta años no eran pocos, y deseaba que todo fuese perfecto.
– Carmencita, ¿qué tal el sándwich? – gritó hacia la cocina, donde tintineaban platos.
– Acabo, mamá, ya está la ensaladilla rusa – respondió su hija, mientras sujetaba un mantel con gesto ritual.
La anciana se dirigió a la habitación de su yerno, Esteban. Diez años compartiendo techo no habían suavizado su relación. Él seguía con esa lentitud característica, como si el tiempo fuese una reliquia olvidada. En esa ocasión tampoco era diferente; Esteban, absorto en su portátil, ni siquiera levantó la vista.
– Esteban, sal a buscar el pastel – lo llamó, intentando que la voz sonara serena, aunque un rastro de irritación se escapó.
El yerno apenas asintió con la cabeza:
– Sí, tía, ya voy. Es que hay un artículo de *El País* interesante…
– ¡Los invitados llegarán en minutos!
– No te preocupes, todo saldrá bien.
Encarnación apretó los labios. Diez años de promesas rotas, arraigados en la dependencia por su hija y Lucía, su nietecita de doce años. Si no fuese por ellas, ya lo habría echado. Lucía era su consuelo, su luz dorada.
– Abuela, ¿habrá pastel? – preguntó Lucía desde el pasillo, con su pelo crespo alborotado.
– Sí, cielo, tu tío lo traerá de la pastelería.
– Y no lo olvidará… – murmuró la niña, pensando en la vez que no la llevó a la academia de ballet.
Encarnación acarició su melena:
– Hoy no. Ya le dije que el pastel está en la Pastelería del Arroyo. Vete a ponerte ese vestido que compramos.
Cuando Lucía desapareció, Encarnación fue a ver a Esteban por última vez:
– No olvides pagar el pastel. Solo dijeron que era mediacurso, y el resto al recoger.
– Sí, claro, ¿qué más? – respondió, sin abandonar su mesa. – Antes el agua mineral, después el pastel. ¿Contenta?
Media hora después, ya sin fuerza, Encarnación se lo entregó a Esteban:
– Toma, quédate con esto. Y no te retrases. Hoy es un día especial.
El yerno se fue, y la casa quedó envuelta en un silencio denso como el plomo. Encarnación colocó las copas, los cuencos con patatas, y hasta los limoneros hechos en casa. Los invitados comerían bien.
– Con permiso, mamá. Ha empezado a llover – interrumpió Carmencita, y se hizo cargo de los platos.
– Gracias. Por fin alguien que cumplió con su palabra – dijo, aunque se guardó el pensamiento, recordando a su yerno.
La puerta sonó apenas a las tres. Entró su hermano, menudo y rostre enrojecido, con un ramo de claveles:
– ¡Feliz cumpleaños, hermana! ¿Cómo estás?
El salón se fue llenando de voces, risas, y felicitaciones. Solo el pastel no llegaba. Carmencita llamó a Esteban de vez en cuando, pero el teléfono seguía apagado. Encarnación rezaba por que no hubiera sido otra de sus excusas.
Al fin, a las cinco, alguien llamó a la puerta. Un hombre con gabardina mojada se acercó con una caja envuelta en papel estraza.
– ¿Es usted Encarnación Rojas? Estos son los pasteles de la Pastelería del Arroyo. Han debido olvidar el pedido.
El pastel, un leviatán de bizcocho y espuma de almendra con el mensaje *¡Feliz Sesenta!* escrito en glaseado, se depositó sobre la mesa, como un faro en medio de la tormenta.
– Gracias, gracias – balbuceó Encarnación, mientras el hombre aceptaba su paga con una reverencia.
Carmencita entró pálida:
– Mamá, ¿has hablado con papá? No responde.
– No – respondió con voz firme. – Pero ya no importa. El pastel está aquí.
Sin embargo, la tensión no se disipaba. Carmencita llevó el pastel con manos temblorosas a la sala, donde los invitados entonaron una letra aleatoria de *Cumpleaños feliz*. Pero la paz duró poco.
La puerta se abrió de par en par. Esteban, con una camisa manchada de cerveza y el pelo húmedo, entró tambaleándose:
– F-feliz cumpleaños a todos – anunció, sin coordinar los dedos.
El silencio se apoderó del salón. Encarnación se levantó, con un brillo de determinación en los ojos:
– Este día me ha hecho ver muchas cosas – comenzó, con voz vibrante. – Por diez años he callado el desprecio, la pereza y la traición. Pero hoy, mi sesenta años, marco el fin de todo ello.
Miró a su hija:
– Carmencita, has sido fuerte, has sido valiente. Pero no toleraré más a quien te hace daño. Esta casa es nuestra. Y desde mañana, el piso será tuyo.
Esteban se derrumbó sobre un sillón viejo:
– ¿Cómo… cómo te atreves?
– No me atrevo – respondió con calma. – Decido.
Carmencita lo miró con frialdad, y por primera vez, no lo defendió.
Cuando el yerno salió a la lluvia, Encarnación se sintió ligera, como si una mansión imaginaria hubiese desaparecido. Lucía cortó el pastel con un cuchillo oxidado, y los invitados comieron con delicadeza, como adorando el final de la historia.
A la madrugada, Carmencita la abrazó:
– ¿Cómo… cómo decidiste esto?
– Porque en los sesenta se reescriben las reglas del juego – susurró la anciana.
Las luces de Madrid parpadeaban como los destellos de los cuarenta años que no habían pasado. Y sobre la mesa, el pastel, ya casi tan bajo como un paisaje desolado, repetía como un amuleto: *¡Feliz Sesenta!*