El pastel de la celebración marcó el final

Era mi sexagésimo aniversario y no podía dejar de revoloteo el almidón de la servilleta bajo la jarrilla con flores. Falta menos de una hora para que lleguen los invitados y sigo sin poder tranquilizar la mente. Este día era un hito, ya lo consideraba como una catedral de momentos: quince años enseñando idiomas en el colegio, más otros quince fuera parafraseando poemas de Lorca y luchando contra los Dolores del mundo. Tenía que ser un recuerdo para siempre.

¿Lucía? ¿Ya has acabado con los aperitivos? – grité hacia la cocina.

Sí, papá, casi termino con las ensaladillas. – respondió mi hija. – Tú mejor que le eches un ojo a Cristóbal, dijo que iba por el agua mineral.

Resoplé y fui a comprobar. Aunque compartimos el piso desde que mis nietos nacieron, ese metomentodo cabroncete nunca aprende a madrugar. Delante del portátil, con la ceja levantada y el dedo índice apretando un ratón… ahí estaba, claro.

Cristóbal, ya harás lo que dijiste, ¿verdad? – intenté sonar amable, pero el sarcasmo se filtró.

Sí, tío, ya voy. – seguía con la pantalla.

Pronto vendrán todos los invitados, hijo.

Ya me acabo de levantar, ¿vale?

Al salir, apreté los dientes. Siempre lo mismo. Sin Lucía no me hubiera aguantado tantos años. Clara, su hija, era mi consuelo.

Abuela, ¿habrá pastel? – apareció Clara con cara de extraño.

Habrá, niña, tiene que llevárselo Cristóbal a Postres del Buen Pastel.

Cristóbal se olvidará, ayer no me llevó al club de natación otra vez.

No te preocupes, le recuerdo. Anda, ponte ese vestido color lavanda que compramos.

De vuelta a la cocina, encontré a Lucía con cara de fastidio:

Cris, ¿te acuerdas del pastel? Lo pedí en Postres del Buen Pastel del Paseo de la Habana.

Pues claro, tío, ya voy ahora. Primero el agua, después el pastel. Típico.

Quince minutos después salió con la chaqueta:

¿Te lo llevo con tarjeta?

No me quise meter en la conversación. No iba a estropear la celebración con discusiones. Dije el importe y se fue.

Mientras mi hija colocaba los platos, entraron mis hermanos: Nicolás y Juana. Primero las pelotas, después el abrazo. Mentiras, ya me conocían. Pero hoy no era día de discutir.

De un momento a otro llegaron los demás: dos compañeras del colegio, el vecino Lorenzo con su madre, y mi cuñada Rosa. El comedor se llenaba de sonrisas, de palabras cálidas, de besos en las mejillas. Solo faltaba el pastel.

Lucía iba al teléfono:

Cris, ¿dónde estás?

Estancado, decía, cola mierda en Carrefour.

Otra excusa. El tipo sabía ser un zopenco.

Bueno, no vamos a esperar. – intenté sonreír – Empezamos sin el postre.

La comida fue buena. Tiempo me había dado, el menú era mejor que con mantequilla: ensaladilla rusa, pulpo en conserva, salchichas con puré de patatas, y el famoso bizcocho de Clara, el bizcocho frágil, como ella.

Cada vez que pasaba la hora, Lucía iba al teléfono, cada vez con más cara de pánico. Yo la mandaba a bailar con Juana, hablar con Rosa… pero sus manos no dejaban de temblar.

Y entonces, el timbre. Lucía corrió a abrir, pálida.

Habló unos segundos y volvió con una cara que no olvidaré.

Tío, tienes que ver esto.

Bajé a la puerta, donde un hombre llovía de sudor con una caja enorme:

¿Baja Anto Guzmán? Pedimos el pastel en Postres del Buen Pastel.

Sí, pero… ¿no viniste Cris?

No, venimos nosotros, aquí hay que cobrar.

Me puse a pagar, jadeando con el dinero.

Soy la esposa de Cristobal, pero lleva más de tres horas sin aparecer, ¿no?

Dijo sin mirarla.

Cuesta entender qué se le pasó por la cabeza. ¿O acaso solo quería beber un poco más con sus amigos?

Lucía, ¿dónde está tu marido?

No está, tío. No responde al teléfono.

Empiezo a ganar la calma. Ella se va a la sala, yo al pastel.

Clara entró, luz en los ojos.

¿Dónde está el pastel, abuelo?

Aquí tienes, niña.

¡Puedo llevárselo a la sala!

Claro.

Lucía y yo nos quedamos solos. No digo nada, pero dentro de mí… esa línea de siempre estaba rota.

El pastel, ese pastel de mantequilla y flores de crema, con palabra “Felicidades” brillante, me abrazaba con donde se terminaban diez años de perdonar.

Fue Clara quien lo llevó: con su paso torpe y su cara feliz. La sigo, lista para atraparlo si se caía.

La decoración, la luz, el enjundia perfecto: no había forma de que no hubiera un momento mágico.

Pero la puerta se abrió de nuevo con un estruendo. Cristóbal mete caminando con paso vacío, oliendo como leve vino… y el silencio cayó como una losa.

¿Dónde te metiste? – Lucía grita con voz ronca.

Pues… con un amiguito, nos distrajimos. ¿Y el pastel?

Aquí era, precisa- le respondo yo. – Tuve que pagar yo.

¡Anda! – dice, comme si fuera normal. – Estoy aquí con vosotros, ¿no?

Silencio general. De nuevo, problemas rotos.

¡Gracias a todos! – me levanto, tomo un vaso de vino y brindo – Hoy no es solo mi aniversario. Es el fin de algo que no debíamos perdonar.

Me miro a Cristóbal:

Hace diez años que estás en mi piso, con la cabeza en el culo, con excusas como si fueran palabras. Lo hice para Clara, para Lucía. Pero ya no. Mañana me las das, de ambas.

No se lo permitiré más.

El rubio vuelve a balbucear y le respondo a gritos:

¡Sal puedes!

Nadie salva el silencio. Ni siquiera Juana, que se va con cara de espanta.

Lucía me toca:

¿Estás seguro?

Totalmente. Este pastel ya no es solo un postre. Es un cierre.

Clara me abraza fuerte. Ella me abraza más fuerte. No sé si lo habrá entendido, pero sé que quiere mi corazón.

Voy a pagar el apartamento, ya lo hablé con el banco. Los dos veréis, esta casa será vuestro refugio. Y… – me atrevo a sonreír – quizás alguém más.

¿Tú? – ríe.

Sí, tonta. A los sesenta, no es demasiado para empezar algo nuevo.

El pastel se come sin prisa. El sol se pone. La casa, el cuerpo, las ganas… todo se renueva.

La lección es clara: hay cosas que no se pueden perdonar. Pero la grandeza está en saber no quedarse atrás.

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MagistrUm
El pastel de la celebración marcó el final