Helga de Lobato ajustó con manos temblorosas la servilleta debajo del jarrón con flores y miró, por enésima vez, el reloj de pared. Faltaban menos de treinta minutos para que los invitados llegaran, y en su interior bullía una nube oscura de inquietud. Celebrar los sesenta años era un evento importante, y deseaba que todo resultase impecable. Necesitaba que diese lustre.
– Laura, cariño, ¿llevas tiempo ahí dentro? – gritó a la cocina, donde el repiqueteo de los cubiertos sonaba como percusión.
– Sí, mamá, casi acabo con las ensaladas – respondió su hija, sin dejar de remover la mayonesa con decisión –. Lo terminaré en un par de minutos, no te preocupes. Y, por cierto, ¿Carlos ya salió a comprar el agua?
Helga exhaló el aire lentamente y dirigió sus pasos hacia el cuarto de su yerno. ¿Diez años compartiendo la vida bajo el mismo techo? Ni siquiera el rencor se había convertido en costumbre. Su manera de posponer lo urgente, sus promesas de nuevos comienzos… era un misterio absoluto. Ahí, en la mesita de la habitación, el ordenador seguía encendido; Carlos navegaba entre chistes o memes con la concentración de un niño.
– Carlos – lo llamó con tono neutro, aunque su voz no pudo evitar tensarse –, ¿te acuerdas de que debías ir a comprar el agua mineral antes de pasar por el pastel?
– Sí, claro, ya bajo.
– Pero ¿por qué te levantas despacio, pareja? – insistió ella, acercándose un paso.
– ¡Voy! – exclamó él, aunque ni siquiera giró la cabeza, con las manos aún sobre el ratón. – En cuanto guarde esto.
El silencio posterior fue insoportable. Helga frunció el ceño, consciente de que aquel ritual se repetía cada vez que se trataba de actuar. Si no hubiera sido por Laura y por su nietecita, ya hubiera dicho adiós hace tiempo. Las promesas que dibujaban un futuro compartido con su propio dinero acababan siempre en humo. El único propósito que sostenía aquello era Carolina, su hija, la dulce niña que alivio todas las tensiones con sus sonrisas y sus preguntas ingenuas.
– Abuela, ¿el pastel de cumpleaños va a llegar? – preguntó repentinamente una vocecita. Carolina apareció en el umbral, con su pantalón de chándal y su pelo suelto.
– Claro que sí, cariño – respondió Helga, acariciando su cabeza –. Carlos va a recogerlo de la pastelería en unos minutos.
– ¿Y no se va a olvidar? Hizo lo mismo la semana pasada al verano, cuando prometió llevarme a la piscina municipal. Se desapareció con sus amigos en lugar de cumplir.
Helga apretó los labios, sin saber si reír o enfadarse. Su nieta había heredado la perspicacia de su madre y la seriedad de su abuela, una combinación imposible de ignorar.
– No te preocupes, abu. Yo hablaré con Carlos – tranquilizó, aunque no podía garantizar nada.
Carolina se alejó con paso firme hacia su habitación. Helga miró a Lobato, ya incluso considerarlo su yerno: era un joven culto, pero que no tenía ni idea de cómo entremanejar las responsabilidades que demandaba la vida.
– Carlos – lo llamó de nuevo, con tono firme –, no olvides que has de llevar el pastel. Lo pedí especial en la pastelería Alonso, cerca de la plaza Mayor.
– ¿Vas a verla? – preguntó, aunque sin levantarse del sofá. – Sí, mamá, ya lo sé. Primero el agua mineral, segundo el pastel. En orden.
Helga asintió con media sonrisa, pero el corazón no le cuadraba. Diez minutos después, ya con el abrigo en las manos y la mochila colgada del hombro, Carlos se acercó a la puerta.
– ¿Y el dinero, mamá? – preguntó, alargando el brazo.
– No está todo cubierto, sólo el adelanto – respondió, entregándole lo que le había dejado Laura con anterioridad –. Al llegar a la pastelería, tendrás que pagar el resto en efectivo.
– ¿Y cómo voy a pagar con el móvil, mamá? – protestó. – Aunque lo deseo, no tengo nada de saldo.
Helga suspiró. Esa era una constante en aquella familia. En lugar de exponerle su desilusión, ahorró力气 y le dio la pasta que necesitaba.
Cuando la puerta se cerró con suavidad tras Carlos, se dirigió de nuevo a la cocina, con la esperanza de que todo aquel protocolo terminase bien. Aquella noche no solo recibiría a Laura, sino a antiguos colegas del colegio, ex alumnos y algunos amigos. Treinta años había ahí dedicado a la educación, a enseñar literatura y a培养学生s que ahora eran adultos con sus propias vidas. No quería que aquel día fuese humillante. No después de tantos esfuerzos.
Laura entró al comedor con la servilleta aún en la mano y una expresión dulce.
– Mamá, deja, ya todo está listo – le aseguró, abrazándola levemente –. No te esfuerces tanto.
– No es eso – negó, aunque en realidad sí. – Solo quiero que sea… especial.
– Lo será – replicó Laura, con una fugaz sonrisa –, porque tienes el mejor cumpleañero del mundo, ¡aunque parezca un atracador!
Helga tuvo que reír. Fue una risa suave, aunque cargada de remordimiento. Después de todo, aquello era lo que esperaba: una noche de risas, de recuerdos compartidos y de una mesa llena de emociones.
Los invitados llegaron uno a uno. El hermano de Helga y su esposa, Antonio y Consuelo, llegaron primero. La abrazaron con sentimiento y le entregaron un regalo envuelto en papel rojo.
– ¡Feliz aniversario, Helga! – exclamó Consuelo, besándola en las mejillas –. Estás preciosa. Los sesenta son como renacer a los cincuenta y nueve.
– Sois muy amables – respondió ella, aunque notaba que el corazón ya empezaba a acelerarse.
A medida que la noche progresaba, el salón se llenó de voces, de silbidos, de brindis absurdos e incluso de anécdotas graciosas. El único remordimiento que atacaba la atmósfera era el ausente Carlos.
– Mamá, llámalo otra vez – le pidió Laura, con el teléfono ya en la mano. – Hace una hora que no aparece y…
– Lo haré – murmuró, aunque en el fondo ya sabía lo que encontrarían.
En el teléfono, Carlos apenas respondía, y cuando lo hacía, ofrecía excusas en lugar de justificaciones. Helga observó a Laura cada vez más tensa, con el ceño fruncido y las manos apretadas contra los muslos. Era obvio que esta situación la estaba matando por dentro.
La cena prosiguió un rato más, con un pastel que servía como excusa para no mencionar el hueco que Carlos había dejado entre los presentes. Perdurable, las críticas evidentes no surgieron: el humor y los cumplidos ayudaron a suavizar los golpes. Sin embargo, cuando alguien se imaginó en los días del colegio o evocó alguna competencia de dibujos antiguos, el recuerdo se dibujó en Helga con claridad. Era posible olvidar la urgencia en un momento así, pero no pudo ignorar el sonido del timbre.
– ¡Por fin! – exclamó Laura, corriendo hacia la puerta.
Pero algo no cuadraba. Cuando apareció, su rostro palideció.
– Mamá – le dijo con voz temblorosa –, ven.
Helga siguió a su hija y se encontró de frente con un hombre desconocido, que sostenía una caja envuelta en papel marrón.
– Hola. Soy de la pastelería Alonso. Lamento interrumpir, pero todo el mundo mostraba interés en recibir el pastel.
– ¿Cómo? – preguntó Helga, confusa –. Carlos no debería haberla traído. Él…
El hombre dio un paso al frente.
– No llegó. Llegamos al final, y como no vino nadie a recogerla, decidimos traerla aquí. No es culpa de él, créeme. Es un evento importante, y no nos gusta que la tradición sufra.
Helga apretó los ojos, con el corazón acelerado. ¿Dónde estaba Carlos? ¿Qué le estaba pasando para no haberse acordado siquiera del momento más significativo de su madre?
Una vez paga y la caja abierta en la cocina, el pastel reveló un espectáculo: un bizcocho de nata con flores precortadas y la inscripción “¡Feliz cumpleaños!” escrita a mano.
– Lía, ¿dónde está Carlos? – preguntó Helga, mirando a su hija con una mezcla de tristeza y resentimiento.
– No lo sé, mamá – respondió Laura con lágrimas en los ojos –. Su teléfono no responde hace más de media hora.
La tensión entre las dos se sentía en el aire. Helga se sentó en una silla de la cocina, tratando de recuperar el control de sus emociones. Diez años de concesiones, diez años de silencios, diez años de promesas rotas que nadie pudo cumplir. Y ahora, después de todo, había terminado con una cava en el pecho, con el corazón roto.
El pastel fue llevado al comedor con la ayuda de Carolina. La niña lo admiró con entusiasmo, y sus ojos brillaban como si aquel bizcocho fuese el mejor regalo.
– ¡Mira, abuela! – exclamó, sosteniendo el pastel con cuidado como si fuese un globo –. Es precioso.
Helga asintió, aunque no podía entender por qué su hijo no había entendido que aquel día era especial. Era como si su magna celebración hubiese sido malinterpretada por él, como si no hubiera importado.
Cuando el grupo de invitados se despidió, con abrazos y promesas de volver pronto, la noticia del análisis de Carlos fue la gota que derramó el vaso. Había llegado al bar con sus amigos, los había encontrado completamente aborregados. Le habían pedido que se quedara a celebrar. Le habían hablado de más vino, de más risas, de una noche inolvidable. Y él había obedecido.
Helga no esperó más. Ante la expresión de Laura y la presencia de sus hijas, anunció con voz firme:
– Durante diez años llevo oviendo silencios, promesas rotas y concesiones que no terminaron en nada. Pero hoy, mi cumpleaños, quiero terminar con aquello. Carlos no vivirá más en mi casa.
La noticia fue ahí recogida con una sorpresa general. Incluso Carolina, que había estado feliz con el pastel, se quedó quieta, con la boca abierta. Carlos, que había entrado con su abrigo y una sonrisa borrosa, cayó en el centro de la confusión.
– ¿Qué… qué está pasando aquí? – preguntó, desorientado.
– Tú lo has entendido perfectamente, Carlos – respondió Helga, con una mirada desafiante –. Tu comportamiento es inaceptable. Tu actitud irresponsable no continuará. Tu madre ya no está aquí, y tu yerno no pagará más gastos que no puede afrontar. Esta es mi casa, y desde mañana, solo conviviremos los que yo elija.
Largas lágrimas rodaron por los ojos de Laura. Aquel día había sido un punto de quiebre no solo para su madre, sino para ella misma. El matrimonio con Carlos era un desastre emocional, un infierno con cielo, un lugar insoportable que fingía seguridad.
Pero no más.
Finalmente, el corazón de Helga se abrió a una nueva vida. Laura y Carolina mudaron al piso que habían conseguido con la ayuda de su ahorro. Y en un golpe inesperado, un profesor de física del colegio donde Helga había enseñado durante tantos años terminó por volver a sus días antiguos con un canelones de romero, una sonrisa y un futuro lleno de promesas.
El pastel de cumpleaños siguió en la mesa, como recordatorio silencioso de una vida que había terminado y de otra que había comenzado.