El pastel de aniversario cierra un capítulo

Valentina Fernández ajustó con manos temblorosas la servilleta debajo del jarrón con flores y miró de nuevo el reloj. Faltaba menos de una hora para la llegada de los invitados y seguía sin poder calmarse. Un cumpleaños de sesenta años era un evento importante, y quería que todo fuera perfecto.
—Lucía, ¿tú ya vienes? —gritó hacia la cocina, donde el ruido de los platos resonaba.
—Ya casi acabo, mamá, ¡me falta un poco con las ensaladas! —respondió la hija—. Tú mejor checa a Carlos, se suponía que iba al supermercado por el refresco.
Valentina suspiró y se dirigió a la habitación de su yerno. Años de convivencia bajo el mismo techo no le habían permitido acostumbrarse a su lentitud. Para él, todo era «ahora, ahora» y «ya voy». Y ahora mismo, Carlos estaba sentado delante del ordenador, absorto en lo que parecía una actividad trivial.
—Carlos, ¿dónde te habías metido? —intentó Valentina hablar con tono suave, pero el descontento se filtró.
—Sí, suegra, ya voy, ya voy —contestó sin cambiar la expresión, mientras seguía clicando el ratón.
—Los invitados van a llegar de un momento a otro.
—No te preocupes, llego a tiempo.
Al salir, Valentina apretó fuerte los dientes. Que se repitiera cada día. Si no fuera por Lucía, ya lo habría echado de la casa. Vivían juntos desde hacía diez años, pero las promesas de ahorrar para un piso seguían sin cumplirse. Lo único que los ligaba era Gabriela, su nieta, la única alegría de Valentina.
—Abuela, ¿habrá pastel? —preguntó la niña, de doce años, apareciendo por el pasillo, como si adivinara sus pensamientos.
—Sí, cariño, sí. Carlos lo debe llevar de la pastelería.
Gabriela frunció el ceño:
—¿Y no lo olvidará? Ayer me faltó llevarme al club de natación, a pesar de que me prometió ir.
Valentina acarició su cabeza con cariño:
—No te preocupes, le pondré un recordatorio. Anda, vístete con ese vestido bonito que compramos la semana pasada.
Cuando Gabriela desapareció, Valentina regresó a la habitación de su yerno:
—Carlos, ni se te olvide el pastel. Lo reservé en la Pastelería Dulce Rincón del Paseo de la Castellana.
—Claro que no, ya lo sé —le dio la espalda, sin interesarse. Primero el refresco, después el pastel. No va a faltar.
Quince minutos después, Carlos salió con su chaqueta:
—Carlos, ¿llevaste el dinheiro del pastel? —le gritó la abuela antes de que cerrara la puerta.
—¿No está todo pagado? —preguntó, deteniéndose en el umbral.
—No, solo reservé y ya aboné un depósito. El resto lo cobrarán al recoger.
Lucía asomó la cabeza desde la cocina, con toalla en mano:
—Mamá, la tarjeta está encima de la mesa, cógela. Carlos lleva semanas con dinero escaso —sonrió tímidamente.
Sí, la situación financiera de Carlos siempre había sido problemática, pero Valentina guardó silencio. No quería estropear la fiesta empezando con pleitos. Sacó el efectivo del monedero y se lo entregó.
—No te entretengas, y no olvides el refresco, ¿de acuerdo?
Tan pronto como la puerta se cerró, Valentina regresó a preparar la mesa. Todo tenía que ser impecable. Ese día llegarían no solo familiares, sino también antigüos colegas. Treinta y cinco años de carrera como profesora de literatura en el IES de Madrid. La respetaban, y después de cinco años de jubilada, no quería causar vergüenza.
—Mamá, no te agobies tanto —Lucía la abrazó por los hombros—. Va a salir bien.
—Claro que no —mintió Valentina—. Solo quiero que todo sea… adecuado.
La hija asintió, comprendiendo:
—Saldrá así, mamá. Tu eres la mejor ama de casa.
El timbre sonó. Primero llegaron el hermano de Valentina y su esposa, Nicolás y Tamara.
—Valentita, ¡felicidades! —Tamara la besó en ambas mejillas y le entregó un regalo envuelto—. Estás maravillosa. ¡Seis décadas! ¿A quién se lo dice?
—Gracias, preciosos —murmuró emocionada—. Pasad y quitad ese abrigo.
Poco a poco, llegaron más invitados. Dos antiguas colegas, la vecina, doña Soledad con su marido, una prima lejana desde Aluche. La casa se llenó de risas y felicitaciones. Lo único que faltaba era el pastel.
—Lucía, llama a tu marido —le pidió Valentina, cuando ya todo el mundo estaba sentado—. Lleva mucho tiempo.
Lucía salió con el teléfono y volvió con una sonrisa forzada:
—Dice que ya viene, mamá. Que había colas en el supermercado.
Valentina solo negó con la cabeza. Ya lo conocía de esos planteamientos. Con amigos o enganchado a la pantalla, podría estar.
—Pues que no venga —dijo, intentando sonar alegre—. ¡Comenzamos la comida!
Todos se zamparon con ansia. Valentina era un fenómeno en la cocina; la mesa rebosaba de empanadillas, bacalao al pil-pil, patatas bravas y esas ensaladas típicas de Madrid. Mientras le quedaba tranquilidad, por lo menos.
El tiempo siguió su curso, pero Carlos no apareció. Lucía salió varias veces a llamarlo, regresando cada vez más apurada. Valentina observaba a su hija sufrir y trataba de entretener a los invitados con anécdotas.
—¿Te acuerdas, Val, de cuando nos íbamos a Zaragoza a las ferias de los años noventa? —comenzó Tamara—. ¡Aquellos refrescos diabéticos que nos tomábamos con los chicos que conocíamos!
—¡Claro que sí! —respondió Valentina, sonriendo—. Aunque tú siempre acababas discutiendo con Nicolás.
—¡Calla! —rió Tamara—. Él sigue con la historia de mi divorcio.
Todos se rieron y Valentina olvidó sus preocupaciones durante un momento. Pero entonces, el timbre de la puerta sonó otra vez.
—¡Al fin! —exclamó Lucía, corriendo a abrir.
Se oyeron voces desde el pasillo, y Lucía volvió conturbada.
—Mamá, ¿puedo hablar contigo un momento?
Valentina se excusó con los invitados y fue con ella. En el pasillo aguardaba un hombre con una caja:
—Buenas tardes. Soy de la Pastelería Dulce Rincón. Teníamos un pedido de pastel… ¿Sería usted?
—Sí —respondió Valentina, atónita—. ¿Entonces, mi yerno no vino a recogerlo?
—No —el repartidor encogió los hombros—. Ya cerrábamos cuando lo notamos. Pensé que lo mejor sería traerlo yo, ya que teníamos sus datos.
El nudo de Valentina subió a la garganta. ¿Dónde diablos estaba Carlos? ¿Qué le había ocurrido?
—Le agradezco mucho —dijo mientras sacaba el monedero—. ¿Cuánto le debo?
Después de pagar y colocar el pastel en la cocina, miró a su hija:
—Lucía, ¿dónde está tu marido?
—No lo sé, mamá —sus ojos estaban ya húmedos—. El teléfono no responde desde hace media hora.
—Bueno —dijo Valentina, recuperando la compostura—. Anda, vuelve con los invitados. Yo me encargo del pastel.
Cuando Lucía desapareció, Valentina se sentó en una silla, exhausta. Diez años soportando la indolencia de Carlos, sus promesas y desapariciones. Por Lucía y Gabriela había callado. Hasta ese día, que había cruzado la línea.
Tras reponerse, Valentina sacó el pastel, un auténtico monumento a la repostería, con rosas de nata y la inscripción “Feliz cumpleaños”. Gabriela entró por el pasillo:
—Abuela, ¿dónde está papá?
—No lo sé, cielo —respondió Valentina—. Pero mira qué bonito es el pastel. ¿Quieres llevárselo a los invitados?
—¡Puedo yo! —dijo fascinada—. Puedo llevar la bandeja.
—Claro, pero con cuidado.
Gabriela lo cogió y corrió hacia el salón, con la lengua asomando por el esfuerzo. Los invitados admiraron el gesto y Valentina la siguió, listo para auxiliarla si hacía falta. Pero Gabriela lo logró. El pastel llegó sin daño.
—Ahora, querida Valentina —anunció el marido de doña Soledad, levantando su copa—, permítanos felicitarla con este motivo tan especial y desear…
Su charla fue interrumpida por un sonoro portazo. Carlos entró tambaleándose, con olor a alcohol.
—¡Aquí me tenéis! —dijo, alegre—. ¡Felicidades a todos!
Se hizo un silencio incómodo. Valentina vio la expresión de su hija y notó un frío.
—Carlos —dijo Lucía, suavemente—. ¿Dónde estabas?
—¿Qué hay? —contestó, encogiéndose de hombros, acercándose a la mesa—. Me encontré con un amigo, bebimos un poco… ¡Míra el pastel! ¡Yo lo hice!
—El pastel fue traído por la pastelería —dijo Valentina, glacial—. Porque tú no lo recogiste.
—¡Ah, mierda! —dijo Carlos, sentándose—. ¡Pues aquí estoy! Llegamos.
Los invitados se miraron entre ellos. El ambiente festivo estaba arruinado. Una de las antiguas colegas tosió, y doña Tamara ya guardaba su bolso, indicando indicios de retirada.
—Gracias a todos por venir —gritó Valentina, levantándose—. Mucho aprecio de que estén compartiendo conmigo este día. Pero hay una cosa importante que anunciar.
Todo el mundo se quedó en silencio. Incluso Carlos dejas de alcanzar por la botella.
—Durante diez años han vivido mi hija y mi yerno en mi piso —dijo, cada palabra con esfuerzo—. Jamás me metí en sus vidas, ni en sus decisiones. Soporté el desdén, la pereza y la irresponsabilidad. Por Lucía y Gabriela. Pero hoy es mi cumpleaños, y me hago un regalo.
Se dirigió a Carlos:
—Carlos Sánchez, desde mañana no volverás a vivir aquí. Tienes veinticuatro horas para recoger tus cosas y encontrar otro lugar.
—¿Qué? —explotó—. ¡No tienes derecho!
—Sí lo tengo —respondió Valentina—. Este piso es mío, y solo habitan quienes yo permito.
—¡Lucía! —gritó—. Di algo a tu madre.
Pero Lucía estaba callada, con los ojos bajos. Sus dedos sujetaban la servilleta con fuerza.
—Mamá —dijo al fin—, ¿estás segura?
—Completamente —asintió Valentina—. He decidido.
—¡Ya te vale! —rugió Carlos, golpeando la mesa—. ¡Voy a irme yo! ¡Este piso ya no será mi maldito refugio!
Se levantó bruscamente, casi tiró la silla, y salió tambaleándose. En el vestíbulo se cayó algo, y la puerta se cerró.
Se hizo un silencio tenso, roto por la voz de Gabriela:
—¿Puedo comer el pastel ahora?
Todos rieron nerviosos y la tensión se alivió. Valentina cortó el pastel, ocultando el temblor en sus manos. No sabía si había hecho lo correcto, pero presentía que era necesario. Ese pastel, en efecto, marcaba el fin de una relación.
Aunque ya faltaban pocos invitados, por la noche ya estaban solas Valentina, Lucía y Gabriela.
—Mamá —dijo Lucía, cuando estaban en la cocina—. Quería decirte…
—No hace falta, cariño. Te entiendo.
—No, no te entiendes —respondió Lucía—. Ya hace tiempo que quería divorciarme. Pero tenía miedo de que te pusieras en contra. De que dijeras que era por el bebé…
Valentina la abrazó:
—Cariño, veo cómo sufres. Gabriela también. Ella necesita una madre contenta, no una familia farsa.
—Pero ¿qué será ahora? —susurró Lucía, acurrucándose.
—Será mejor —contestó Valentina—. Nosotras nos arreglaremos. Juntas.
Por la noche, Carlos regresó serio, con la cara apática. Recogió sus cosas en silencio, lanzando miradas suplicantes a Lucía. Pero en esta ocasión, su esposa no cedió. Diez años de promesas vacías y desgaste la habían endurecido.
—¿Al menos me dejan quedarme con el televisor? —masculló, mientras cerraba su maleta—. Yo lo compro, ¿no?
—Con mi dinero —dijo Lucía fríamente—. Anda, sal.
Cuando él cerró la puerta, Valentina pasó el brazo por el hombro de su hija:
—Conozco tu situación, cariño. Tengo ahorrado un poco. No mucho, pero cubre el anticipo para un piso para vosotras. El resto lo consigues con una hipoteca. Ya eres jefa de sección, te aprobarán.
Lucía abrió los ojos sorprendida:
—¿En serio? Pensaba que seguiríamos viviendo juntas.
—Lo haremos, mientras os hagáis con el piso —sonrió Valentina—. Después, vendré a visitaros, a cuidar de Gabriela. Y quién sabe, quizás puedes tener otro bebé.
—Madre…
—¿Qué? ¡A tu edad, no es tarde para una hermanita de Gabriela! Solo escoge bien a tu próximo marido.
Lucía lloró de risa:
—¡Eres insoportable!
—Quiero veros felices —respondió Valentina—. Y este cumpleaños ha sido mejor de lo esperaba. Porque ha sido el comienzo de una nueva vida.
Estuvieron abrazadas en la cocina mientras el crepúsculo declinaba. Afuera, una puesta de sol señalaba el fin de la vieja vida. Y sobre la mesa, el pastel con rosas de nata y una inscripción en letras mayúsculas aún quedaba para cerrar el ciclo.
Unos meses después, Lucía y Gabriela se establecieron en una cálida vivienda de dos habitaciones. Valentina pasaba por allí con frecuencia, ayudando con la decoración. Un año más tarde, un profesor nuevo en la escuela, Sebastián, llegó con flores y entró a tomar el té con ellas.
—Dicen los compañeros que te gustan Chejov —balbuceó, mientras entraba—. En el teatro están poniendo La gavia.
Valentina sonrió y lo invitó:
—Pasa, Sebastián. Acabo de hervir el agua. ¿Quieres un poco de té con pastel?

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