El pastel de aniversario cerró el círculo.

Valentina ordenaba con manos temblorosas la servilleta debajo del jarrón de flores, cuando escuchó el reloj tictear en el salón. Menos de una hora faltaba para que llegaran los invitados, y no conseguía calmarse. Un sexagésimo cumpleaños no era un evento cualquiera, y deseaba que todo fuese perfecto.

—Lucía, ¿ya vienes? —llamó con la voz ronca, mientras los sonidos del vajilla coreaban desde la cocina.

—Ya casi acabo con las ensaladas, mamá —contestó su hija—. Anda, ves con el Marco. Dijo que iba a por el agua mineral.

Valentina suspiró y se dirigió a la habitación de su yerno. Diez años conviviendo bajo el mismo techo y no había podido acostumbrarse a su lentitud. Para él todo era «ahora mismo» o «justo ya», y en esta ocasión no era distinto. Carlo estaba delante del ordenador, sumergido en una página web.

—Marco, ibas a por el agua… —quiso mantener la voz dulce, pero el enfado asomó por las palabras.

—Sí, suegra, ya voy —respondió sin mover la cabeza, pulsando nervioso el ratón.

—Los invitados van a llegar de un momento a otro.

—No te preocupes, llegaré a tiempo.

Al salir de la habitación, Valentina frunció el ceño. Lo mismo cada vez. Si no fuese por Lucía, ni se molestaría. ¿Diez años y nada? Siempre promesas de ahorrar para una casa propia, pero jamás cumplían. Aunque, gracias a Dios, habían tenido a Claudia, la nieta, única alegría que le quedaba.

—Aita, ¿habrá pastel? —llegó Claudia, de doce añitos, ilusionada—. ¿Lo traerá papá?

—Claro, cariño, ya está en marcha. Lo recoja en la pastelería.

—Pero… ¿no se olvida? —se preocupó la chiquilla—. Ayer me traía a la pileta y se me perdió el turno.

Valentina la acarició con ternura:

—Era un error, cariño. Esta vez me aseguro. Anda, ponte el vestido que te compré.

—¿El de flores?

—Sí, este mismo.

Cuando la niña subió a vestirse, Valentina abrió la puerta de la habitación de Marco.

—Vas a recoger el pastel, ¿verdad? —le recordó—. Lo reservé en los *Pasteles del Buen Sabor* de la calle Goya.

—Tranquila, ya lo sé. Primero el agua y luego el pastel. Todo será de perlas.

Cuando minutos después Marco salió, Valentina lo llamó de nuevo:

—¿Te llevas el efectivo para el pastel?

—¿No estaba abonado ya?

—Lo reservé y dejé el depósito. El resto tienes que abonarlo allí.

—Bueno, ya me imagino.

—Lucía, ¿tienes la tarjeta aquí? —gritó Valentina a la cocina—. Marco se la lleva.

—Sí, está encima del mueble —respondió Lucía—. Ya sabes cómo tiene el dinero últimamente…

—Ni que fuese novedad… —murmuró Valentina, pero prefirió no perder la celebración por una disputa. Le dio el dinero y lo despidió con un grito melodramático—: ¡Date prisa! Y no olvides el agua.

Mientras Marco se alejaba, Valentina regresó a preparar la mesa. No podía fallar. Ese día no solo vendrían familiares, sino también excompañeros del colegio. Treinta y cinco años había dedicado a enseñar literatura allí. Su labor era respetada y admirada, y aunque llevaba cinco años en la jubilación, no deseaba lucirse tan descuidada.

—Mamá, no te martirices tanto —dijo Lucía, en el timo que intentaba animar.

—No es eso —mintió Valentina—. Solo quiero que todo sea… digno.

Lucía asintió con una sonrisa:

—Lo será, mamá. Tú eres la mejor anfitriona del mundo.

Toque a la puerta. Los primeros eran los hermanos de Valentina, Paco y Lola.

—¡Feliz 60, Val! —Lola besó y abrazó a su hermana—. ¡Estás estupenda! De cincuentón a nuevo cuarentón.

—Gracias, guapa. Pasa, poned los abrigos.

Los demás invitados fueron llegando: dos profesoras antiguas, doña Manuela, su marido, y una prima de la zona. La casa se llenó de risas, de felicitaciones, de charlas. Un único problema: Marco no volvía.

—Lucía, llama a tu marido —le susurró Valentina, cuando ya estaban sentados—. Hace tiempo que no llega.

Llamó y regresó con la sonrisa tensa:

—Dice que viene, pero que le surgió una cola.

Valentina giró la cabeza y murmuró—: ¿Y otra vez las colas…? Seguro que se entretenía con sus amigos.

—Anda, no te preocupes —dijo mientras servía—. ¿Qué, comemos? Ese oso rusito que te sale tan bien… no hay más que ver.

El postre siguió el abanico de platos castellanos: croquetas de merluza, calamares a la romana, ensaladilla rusa, y todo con un aire familiar al que era habitual.

Pero Marco no aparecía. Lucía lo llamaba varias veces, cada vez más nerviosa. Valentina veía la angustia de su hija y trataba de distraer a los invitados con anécdotas de viaje.

—¿Y aquel viaje a Gran Canaria, Val? —rió Lola—. Aun recuerdo aquella historia del camarero.

—¡No me hables de aquel! —se quejó Valentina—. Paco hasta hoy hace cara de fastidio.

Todas se rieron, y Valentina olvidó por un instante sus preocupaciones. Hasta que el timbre la recordó.

—¡Al fin! —gritó Lucía, corriendo a abrir.

Desde el pasillo llegaban voces, y Lucía volvió con cara pálida.

—Mamá, conversa conmigo.

Valentina salió y se encontró a un hombre con una caja:

—Hola, ¿es aquí el pastel de cumpleaños?

—Sí, claro. ¿Por qué tu marido no lo cogió?

—No se apareció. Le dije que viniese yo.

Valentina sintió un nudo en el pecho. ¿Dónde estaba Marco?

—Grandes gracias, ¿cuánto debo?

Pagó y llevó el pastel a la cocina, pero el silencio de Lucía hizo que Valentina preguntase:

—¿Dónde está?

—No contesta. Hace dos horas que no tenemos noticias.

Valentina se sentó: diez años de tolerar la indolencia y las promesas rotas. Pero este día era el final.

Trató de sonreír y se dirigió a la cocina:

—Anda, llévalo a la sala. Claudita, mira este pastel.

—¡Es hermoso! —dijo la niña, con los ojos brillantes.

Valentina la ayudó a llevar la bandeja, y aunque aterrada, lograron poner el pastel en el centro. Los invitados se alegraron, y el brindis estalló.

—¡Felices 60, Valentina!

Pero de pronto, la puerta se abrió con estrépito. Marco entró tambaleante, oliendo a vino.

—¡Aquí estoy! —exclamó—. ¡Mójate!

El silencio se apoderó de la sala. Valentina miró a Lucía y vio en sus ojos la furia contenida.

—¿Dónde estabas? —preguntó Lucía, con voz fría.

—Hablando con un amigo. Poco, nada. Y mira, aquí el pastel…

—No, trajeron los pasteles de la pastelería —le señaló Valentina—. Porque tú no fuiste.

—Bah, ¿qué más da? Estoy aquí.

Valentina se levantó, tomó el micrófono invisible y dijo:

—Hoy es mi día y deseo anunciar algo. Diez años viviendo con vosotros, soportando la irresponsabilidad, la pereza… todo por respetar a Lucía y a Claudía. Pero hoy, debo decir: Marco, te das de baja.

—¿Cómo? —tartamudeó.

—Esta casa es mía, y solo permanecen quienes lo deseo.

—¡Eso es injusto! —gritó—. ¿Lucía, tú no dices nada?

Pero Lucía solo lo miraba, callada, y el silencio la respaldaba.

—Mamá… ¿estás segura?

—Sí, cariño. Lo necesitas.

—¡¡¡¡¡Vete, pues!!! —gritó Marco, tirando un cuchillo.

—Hasta otra.

La puerta se cerró con estruendo. Claudía miró al pastel y preguntó:

—¿Me lo como?

Todos sonrieron, y el aire se enturbió. Valentina cortó el pastel, y aunque sus manos vacilaron, sonrió.

Desde ese día, Lucía y Claudía se mudaron a su propia casa; y Valentina se dedicó a enseñar en una academia, con un nuevo interés en su vida. Mientras tanto, Marco desapareció de sus vidas, y la historia de aquel pastel de cumpleaños marcó no solo un final, sino un nuevo principio.

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El pastel de aniversario cerró el círculo.