El pasado se queda atrás

El pasado queda atrás

—Viaja a nuestros socios y resuelve este asunto de una vez por todas —dijo el director con irritación, mirando a Julio—. Ya lo he hablado con su jefe, te esperan. Mañana por la mañana saldrás de viaje, lleva los documentos. Cuento contigo —añadió, golpeando ligeramente la mesa con los dedos.

—Sin problema, lo resolveré todo —asintió Julio—. Iré en coche.

Julio ocupaba un puesto donde los viajes eran algo habitual. Le gustaba su trabajo: ciudades nuevas, rostros desconocidos, conversaciones distintas. Todo era predecible y sencillo: carretera —en coche o avión—, jornada laboral, resolver asuntos, hotel, cena en un restaurante. Después, de vuelta a casa.

Su esposa, Lucía, llevaba años acostumbrada a esos viajes. Una vez a la semana, o incluso menos, Julio partía hacia grandes y pequeñas ciudades.

—Lucía, mañana me voy de viaje —anunció al llegar a su acogedor piso en Zaragoza.

—¿Mucho tiempo? ¿O como siempre? —preguntó ella, con ese toque de preocupación que nunca faltaba en su voz.

—Como siempre, poco tiempo —sonrió Julio, abrazándola y besándole la sien.

Su maleta de viaje siempre estaba lista. Lucía, cuidadosa y atenta, se encargaba de que no faltara nada. Julio confiaba plenamente en ella, solo añadía los documentos y las llaves antes de salir.

Llevaban doce años juntos y criaban a su hijo Adrián, un escolar y joven promesa del fútbol. Era el segundo matrimonio de Julio, pero el primero verdaderamente feliz. Adrián era su orgullo: un chico inteligente, amable y organizado que brillaba en los estudios y en el deporte.

Entre amigos, ya fuera pescando o en una reunión, Julio siempre hablaba de Lucía con cariño:

—Tuve suerte de encontrar a una mujer con la que me siento tranquilo y en paz. Confío en ella como en mí mismo, y ella me corresponde.

—Qué envidia —susurraban algunos. No todos sus amigos tenían una relación así. Algunos, como Julio, estaban en su segundo matrimonio, y su mejor amigo, Álvaro, incluso en el cuarto.

A primera hora de la mañana, Julio despertó con el aroma de unas tortitas.

—No hay quien la pare —pensó con ternura—. Ya está en la cocina, trabajando. Soy un hombre afortunado, que no me lo quiten.

—Buenos días, mi cocinera favorita —sonrió al entrar en la cocina después de ducharse.

—Sé cómo mimarte —guiñó Lucía, colocando ante él un plato de tortitas—. Así echarás de menos mis desayunos y volverás antes.

—Qué lista eres —se rio Julio—. Por cierto, ¿hoy Adrián tiene partido importante, no?

—Sí, contra el equipo de Valencia —asintió Lucía—. Dice que lucharán por la victoria.

—Llamaré esta noche para saber cómo les fue —prometió Julio, mientras su hijo aún dormía.

Tras recoger su maleta y los documentos, se despidió de Lucía y salió de buen humor. Le esperaban cuatro horas de carretera hasta Teruel. Lejos del bullicio de la ciudad, respiró hondo. Apenas empezaba septiembre, pero las hojas amarillas ya danzaban en el aire, pegándose al parabrisas.

Al llegar a la oficina de los socios, Julio resolvió todo rápidamente. Solo quedaba cenar y regresar a casa. Le encantaba conducir de noche: menos tráfico, más tranquilidad. Eligió un restaurante conocido en las afueras de Teruel, tranquilo y acogedor, sin ruidosas multitudes.

Al estacionar el coche, miró al cielo. Una nube oscura avanzaba, y a lo lejos retumbó un trueno.

—¿Tormenta en septiembre? —se sorprendió Julio—. Qué raro.

En el restaurante, se sentó junto a la ventana. El camarero tomó su pedido, mientras afuera los relámpagos iluminaban el cielo. De pronto, la puerta se abrió de golpe y, entre el estruendo de la tormenta, entró una mujer. Julio se quedó paralizado. La habría reconocido entre mil. Era Claudia, su primera esposa, la mujer a la que una vez idolatró y luego llegó a odiar. Seguía siendo igual de deslumbrante.

Su matrimonio había sido un caos. Cinco años con Claudia parecieron una eternidad. Un amor apasionado se convirtió en sufrimiento: peleas, infidelidades, celos. Julio se marchaba, volvía, hasta que lo cortó de raíz con una decisión firme. Después del divorcio, conoció a Lucía, con quien encontró paz. No había visto a Claudia desde entonces.

—¿Qué hace en Teruel? —pensó, sintiendo cómo el corazón se le encogía.

Claudia recorrió el local con la mirada. El camarero le señaló una mesa cercana. Se sentó, se quitó el abrigo, y su melena castaña cayó sobre los hombros. Esa postura altiva, esa sonrisa conocida. Julio dudó: ¿irse bajo la lluvia o quedarse?

Claudia lo vio. Se quedó quieta un instante y luego, sonriendo, dijo:

—¿Julio? ¿No puedo creerlo! ¿Es el destino que estés aquí?

Él forcejeó una sonrisa, intentando parecer indiferente.

—Hola. Sí, soy yo.

—Me cambio a tu mesa —declaró, y sin esperar respuesta, se sentó frente a él.

La lluvia golpeaba las ventanas, los truenos amainaban. El camarero tomó su pedido, advirtiendo que habría que esperar. Claudia se secó las manos con una servilleta y habló:

—Bueno, cuéntame, ¿cómo estás?

—Bien —respondió él lacónico—. ¿Y tú?

Ella no contestó, divagando sobre su vida con una sonrisa. Julio apenas la escuchaba, sumergido en recuerdos.

Se conocieron cuando Claudia trabajaba en una sucursal de su empresa. Primero hablaban por teléfono, luego se vieron en una fiesta de la compañía. Fue como si un imán los uniera. Pasaron la noche hablando en su habitación, y al día siguiente paseaban por una galería. La segunda noche ya no fue para conversar.

—Vengo en coche —dijo él entonces—. ¿Nos vamos juntos?

—No me importaría —rió Claudia.

Pronto se mudaron juntos y se casaron. Pero no tardó en notar su coqueteo con los clientes.

—¿Por qué flirteas con ellos? —preguntó una vez.

—Es parte del trabajo —se encogió de hombros—. Hay que ganárselos.

Luego, regresó antes de un viaje y no la encontró en casa. Claudia apareció al amanecer, con aroma a vino.

—¿Dónde estabas? —preguntó.

—¿Y tú por qué llegaste hoy? —evadió la pregunta, desconcertada.

Después la pilló con otro. Ni siquiera se disculpó. Todo quedó claro.

—Julio —la voz de Claudia lo devolvió al presente. Lo miraba a los ojos—. ¿Vienes a mi casa después de cenar? Vivo aquí, soy directora de ventas. Recordemos viejos tiempos…

La observó: hermosa, pero fría. Ya no sentía nada. Era una extraña, como una compañera de trabajo con la que no quieres hablar. El pasado había quedado atrás.

—No, Claudia. No iré —dijo con firmeza.

El camarero trajo la comida. Julio, disculpándose, salió a la terraza. De pronto, necesitaba oír la voz de Lucía.

—Hola, cariño —respondió ella, dulce como siempre—. Te echo de menos. Sé que llegarás tarde, pero te espero.

—No tardaré —sonrió Julio—. Cenaré y me pondré en camino.La lluvia seguía cayendo cuando Julio arrancó el coche, alejándose para siempre de aquel recuerdo que ya no tenía cabida en su vida.

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