El pasado permanece atrás

El pasado queda en el pasado

—Viaja a nuestros socios y resuelve este asunto de una vez por todas —dijo el director con irritación, clavando la mirada en Luis—. Ya lo he hablado con su jefe, te esperan. Mañana por la mañana saldrás de viaje, lleva los documentos. Cuento contigo —añadió, golpeando ligeramente los dedos sobre la mesa.

—Sin problema, lo tendré todo listo —asintió Luis—. Iré en coche.

Luis ocupaba un puesto donde los viajes eran algo habitual. Le gustaba su trabajo: ciudades nuevas, caras desconocidas, conversaciones distintas. Todo era predecible: carretera —en coche o en avión—, jornada laboral, resolver asuntos, hotel, cena en algún restaurante. Luego, volver a casa.

Su mujer, Lucía, llevaba años acostumbrada a esos viajes. Una vez por semana, o algo menos, Luis partía hacia grandes y pequeñas ciudades.

—Lucía, mañana salgo de viaje —anunció al llegar a su acogedor piso en Valladolid.

—¿Mucho tiempo? ¿O como siempre? —preguntó ella, con ese dejo de preocupación que nunca faltaba.

—Como siempre, no tardaré —sonrió Luis, abrazándola y besando su sien.

Su maleta de viaje siempre estaba preparada. Lucía, meticulosa y atenta, se ocupaba de todo. Luis confiaba plenamente en ella, solo añadía antes de salir los documentos y las llaves.

Llevaban doce años juntos, criando a su hijo Pablo, un escolar y prometedor futbolista. Era el segundo matrimonio de Luis, pero el primero verdaderamente feliz. Adoraba a Pablo —un chico listo, amable y organizado, que destacaba en los estudios y en el deporte.

Entre amigos, ya fuera pescando o en una tertulia, Luis siempre hablaba de Lucía con cariño:

—Tuve suerte de encontrar a una mujer con la que me siento en paz. Confío en ella como en mí misma, y ella me lo devuelve.

—Qué envidia —susurraban algunos. No todos los amigos tenían esa suerte. Algunos, como Luis, estaban en su segundo matrimonio, y su mejor amigo, Javier, iba por el cuarto.

A primera hora, Luis despertó con el aroma de las tortillas.

—Qué incansable es —pensó con ternura—. Ya está en la cocina. Soy un hombre afortunado, que no me lo quiten.

—Buenos días, mi ama de casa —sonrió al entrar en la cocina después de ducharse.

—Sé cómo mimarte —guiñó Lucía, colocando ante él un plato de tortillas—. Quiero que añores mis desayunos y vuelvas pronto.

—Astuta —rio él—. Por cierto, hoy Pablo tiene partido importante, ¿no?

—Sí, contra el equipo de Salamanca —asintió Lucía—. Dice que lucharán por la victoria.

—Llamaré esta noche para saber cómo les fue —prometió Luis, mientras su hijo aún dormía.

Con la maleta lista y los documentos en mano, se despidió de su mujer y salió con animo. Le esperaban cuatro horas de carretera hasta Burgos. Alejado del bullicio urbano, respiró hondo. Septiembre acababa de empezar, pero las hojas amarillas ya danzaban en el aire, posándose en el parabrisas.

Al llegar a la oficina de los socios, Luis resolvió todo con rapidez. Solo quedaba cenar y emprender el regreso. Le gustaban las carreteras nocturnas —más tranquilas, más libres. Eligió un pequeño restaurante en las afueras de Burgos, discreto y acogedor, lejos del gentío.

Aparcó el coche y miró al cielo. Una nube oscura se acercaba, y a lo lejos retumbó un trueno.

—¿Tormenta en septiembre? —se sorprendió—. Qué raro.

En el restaurante, se sentó junto a la ventana. El camarero tomó su pedido, mientras los relámpagos iluminaban el exterior. De pronto, la puerta se abrió y, entre truenos y lluvia, entró una mujer. Luis se quedó paralizado. La habría reconocido entre mil. Era Claudia, su primera esposa —la mujer que una vez adoró y luego llegó a odiar. Seguía siendo deslumbrante.

Su matrimonio había sido un caos. Cinco años con Claudia parecieron una eternidad. Un amor apasionado se convirtió en tormento: peleas, infidelidades, celos. Luis se fue y volvió, hasta que lo cortó por lo sano. Tras el divorcio, conoció a Lucía y encontró la calma. No había visto a Claudia desde entonces.

—¿Qué hace en Burgos? —pensó, sintiendo un vuelco en el pecho.

Claudia escaneó la sala. El camarero le indicó una mesa cercana. Se sentó, se quitó el abrigo y su melena castaña cayó sobre los hombros. Su postura orgullosa, su sonrisa conocida. Luis dudó: ¿marcharse bajo el aguacero o quedarse?

Claudia lo vio. Se detuvo un instante y luego, sonriendo, dijo:

—¿Luis? ¡No puedo creerlo! ¿El destino nos cruza así?

Él forzó una sonrisa, fingiendo indiferencia.

—Hola. Sí, soy yo.

—Me cambio a tu mesa —declaró, y sin esperar respuesta, se sentó frente a él.

La lluvia golpeaba los cristales, los truenos cesaron. El camarero tomó su pedido, advirtiendo que habría que esperar. Claudia se secó las manos con una servilleta y comenzó:

—Venga, cuéntame, ¿qué tal?

—Bien —respondió él lacónico—. ¿Y tú?

Ella no contestó, divagando sobre su vida con una sonrisa. Luis apenas escuchaba, sumido en recuerdos.

Se conocieron cuando Claudia trabajaba en una sucursal de su empresa. Primero hablaron por teléfono, luego en una cena de trabajo. Una chispa los unió. Pasaron la noche hablando en su habitación, y al día siguiente paseaban por una galería. La segunda noche ya no fue para conversar.

—Vengo en coche —dijo él entonces—. ¿Volvemos juntos?

—No digo que no —rió Claudia.

Pronto se mudaron juntos, se casaron. Pero Luis notó su coqueteo con los clientes.

—¿Por qué les lanzas miradas? —preguntó una vez.

—Es el trabajo —se encogió de hombros—. Hay que conquistarlos.

Una vez, volvió antes de un viaje y ella no estaba. Claudia apareció al amanecer, oliendo a vino.

—¿Dónde has estado? —preguntó él.

—¿Por qué has vuelto hoy? —evadió ella.

Después, la pilló con otro. Ni siquiera se disculpó. Todo estaba claro.

—Luis —la voz de Claudia lo devolvió al presente. Lo miraba fijo—. ¿Vienes a mi casa después de cenar? Vivo aquí, soy directora de ventas. Recordaremos viejos tiempos…

Él la observó —hermosa, pero fría. No sentía nada. Era una desconocida, una compañera de trabajo con la que no quería hablar. El pasado había quedado atrás.

—No, Claudia. No iré —dijo con firmeza.

El camarero trajo la comida. Luis, disculpándose, salió a la terraza. De pronto, necesitó oír la voz de Lucía.

—Hola, cariño —respondió ella, siempre dulce—. Te espero. Sé que llegarás tarde, te echo de menos.

—No tardaré —sonrió él—. Cenaré y al camino.

La cena con Claudia transcurrió en silencio. Ella hablaba, él no escuchaba, jugueteando con el plato.

—Esta cena es para el enemigo —murmuró al levantarse—. Gracias por la compañía.

Tras despedirse cortésmente, salió bajo la lluvCerró la puerta del coche, arrancó el motor y partió hacia casa, donde lo esperaba el verdadero calor que nunca le había fallado.

Rate article
MagistrUm
El pasado permanece atrás