El papel sin salida

El papel sin escapatoria

Lucía pensó por primera vez en divorciarse seis meses después de la boda. Pero la prueba mostró dos rayas, y el pensamiento se disolvió entre oleadas de náuseas matutinas.

La primera vez que vio a Álvaro fue en un bar al que la arrastraron sus antiguas compañeras de la escuela de danza —”al menos diviértete una vez”—. Un hombre seguro de sí mismo, con un reloj caro, estaba sentado en la barra hojeando documentos y le pareció de otro mundo.

—Eres demasiado guapa para estar triste —le dijo cuando se quedó sola en la mesa— sus amigas habían ido a retocarse el maquillaje.

Él siguió hablando, pero Lucía no recuerda qué. Solo recuerda que su voz sonaba como un coñac añejo— cálida, aterciopelada.

Álvaro era ocho años mayor, dueño de una parte del negocio familiar de productos de limpieza. A él le llamó la atención que Lucía pareciera fuera de lugar en ese bar, como si fuera su primera vez allí. Frágil, hermosa y, como descubrió al hablar, modesta en sus deseos. Había crecido en una familia humilde, soñando con el ballet hasta que una lesión la obligó a convertirse en entrenadora.

En resumen, joven, pobre e ingenua. Perfecta para el papel de esposa. Esa misma noche, le dijo a su madre:

—Creo que encontré a la chica que te dará esos nietos que tanto quieres.

Tres meses después, Álvaro le propuso matrimonio. Su madre lloró de felicidad:

—¡Por fin tendrás una vida cómoda!

La futura suegra, Doña Carmen, la examinó sin disimulo, como a un caballo de raza:

—Buena chica. Nos la quedamos.

La familia del novio se ocupó de todo en la boda.

—¿Te importa un pastel azul? —preguntó la suegra—. Es el color de nuestra empresa.

Lucía sonrió:

—Claro, lo que usted diga.

En la luna de miel, volaron a la costa. Ya en el avión, Álvaro le advirtió:

—Mamá se preocupa si no tengo noticias. Llamaremos dos veces al día, mañana y noche. Te aconsejo que apuntes todo o hagas fotos— a mamá le gustan los detalles.

Al volver, empezó la vida de Lucía en su nueva familia.

—Mamá pidió que te diera esto —Álvaro puso frente a ella un cuaderno de piel—. Es la lista de nuestras tradiciones familiares. Cumpleaños, aniversarios, fines de semana en la finca…

Lucía hojeó las páginas:

*5 de enero — día de la tía Rosa. Flores: claveles blancos.
23 de abril — felicitar al tío Antonio. Mejor regalo: una buena botella de vino.
Primer domingo de junio — barbacoa familiar.
Cada domingo — comida familiar. Vestimenta: elegante.*

El calendario era apretado, y rígido.

—¿Y cómo encajo aquí mis cosas? —preguntó tímidamente.

Álvaro rio, acariciándole el pelo:

—Tus cosas son *nuestras* cosas, cariño.

La gravedad de su posición la entendió una semana después.

—¿A dónde vas? —Álvaro le cortó el paso en el recibidor.

—Al curso de masajes… Lo hablamos.

—No. Hoy mamá necesita ayuda en la tienda.

—Pero yo…

—Lucía —la tomó suavemente del mentón—. Somos una familia. Tenemos un negocio familiar. ¿Quieres ser parte de esta familia?

Y el domingo, en la comida familiar, su suegra dijo:

—Deja el trabajo en el gimnasio. Ayer lo hiciste bien, y en la tienda falta una cajera.

—Pero…

—¿Quieres ser útil para la familia? —Doña Carmen alzó una ceja antes de mirar a su hijo— ¿O no?

Álvaro asintió en silencio mientras cortaba su filete. Como siempre, no había discusión. Los papeles estaban asignados. Había que cumplir.

Esa noche, Lucía pensó por primera vez en huir. Tumbada en la bañera, imaginó decirles a sus padres que se había equivocado, que no quería ser una muñeca sin voz.

—¿Estás loca? ¿Quieres volver a la pobreza? ¡Él te da seguridad! —oyó la voz de su madre antes de hablar.

Luego vinieron las dos rayas, y Lucía se quedó.

¿Qué más podía hacer?

***

Para el nacimiento del segundo hijo, Lucía aprendió a hacer la paella como le gustaba a su suegra, a no inmutarse cuando Álvaro se quedaba “en reuniones”, a llevar una sonrisa radiante y decir “todo bien” cuando le preguntaban.

La única que no se lo creía era su amiga de la infancia, Marta.

Porque sabía que Lucía compraba dos juegos de maquillaje —uno para la suegra, otro para ella—, que se veían a escondidas si lograba una coartada, que ni siquiera podía visitar a sus padres sin permiso. Que la “esposa y madre feliz” era una máscara que le costaba un esfuerzo enorme.

—¡Ahí te ahogas! ¡Odias ese trabajo! ¡Me contaste que tu suegra revisa la caja después de ti! —le reprochó Marta.

—Es normal —se encogió de hombros Lucía.

—¿Y tus cursos de masajes? ¡Querías trabajar con gente! —casi gritó Marta.

—Eso fue hace mucho.

—¡Álvaro te pone los cuernos cada dos por tres!

Era verdad. Primero solo lo sospechaba, pero en el aniversario de su suegra, vio la mirada de su marido posarse en una invitada. La esposa de un socio. Los encontró en el almacén: él se ajustaba la corbata, ella reía, arreglándose el pelo.

—No significa nada —dijo Álvaro después, entregándole unos pendientes de diamantes—. Eres una chica lista.

Claro que se lo contó a Marta. La única que conocía a la verdadera Lucía.

—No tengo salida —susurró Lucía, girando la taza entre sus manos—. Es tarde, debo aguantar. Por los niños…

—¡Los niños lo ven todo! ¿Crees que no notan tu infelicidad? —Marta se acercó—. Todos cometemos errores, pero la vida es demasiado interesante para convertirla en un infierno.

—¿Y si tienen razón? ¿Si solo soy una quejica? —la voz de Lucía tembló—. Tengo casa, dinero, hijos…

—¿Normal? ¡Si no puedes ni hablar desde hace diez años! —Marta la agarró del brazo—. ¿Quién lloró media hora cuando tu marido se fue el quinto cumpleaños seguido?

Lucía soltó una risa amarga:

—Pero mi suegra me regaló un spa. Dijo que necesitaba arreglarme.

Marta la tomó de la mano:

—Tengo una habitación libre. Vente cuando quieras.

—No —Lucía se levantó bruscamente, derribando la silla—. Solo… no.

Esa noche, encontró una nota de Marta en su bolso: *”Cuando te canses de ser complaciente, llama. Siempre.”*

***

Cinco años después, Lucía observaba una nueva arruga en el espejo. Los niños gritaban, su suegra llamaba, el perro ladraba.

Entonces lo entendió: ya no existía. Solo quedaba la esposa obediente, la nuera perfecta, la madre abnegada. Pero la Lucía que soñaba con el escenario, temía las alturas, adoraba las fresas con nata y motivaba a sus alumnos… esa ya no estaba.

La víspera, su hija llevó un dibujo del colegio: *”Mi familia”*.

—Ahí está la abuela (grande), papá (con reloj), mi hermano y yo… y tú, mamá.

Esa misma noche, mientras todos dormían, Lucía tomó el teléfono, marcó el número de Marta y susurró: “¿Sigue libre esa habitación?” con una sonrisa que no usaba desde hacía años.

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El papel sin salida