El Pañuelo Esencial.

**EL PAÑUELO**

—¡Otra vez Paco ronca! —pensó irritada Lucía. La mujer apartó el brazo del marido, sobre el que descansaba, y se dio la vuelta. Al mirar el móvil, se dio cuenta de que ya eran las dos de la madrugada.

—Basta, no voy a dormir más, y mañana tengo trabajo —se quejaba Lucía—. Llegaré cansada y bostezando todo el día. Bueno, al menos no tengo que madrugar, porque empiezo por la tarde, pero aún así. Ya no tengo veinte años, cuando podías bailar toda la noche sin sentir cansancio al día siguiente. Y esto no son esos tiempos de citas bajo la luna, de las que volvías sin sueño, intentando recordar cada palabra inteligente que le habías dicho a Paco. Lo gracioso es que nunca recordabas nada, solo algunas frases sueltas, y sonreías como una tonta, feliz y enamorada. Y la cara de Paco, como en una película, plano a plano, tan cercana y familiar… Sus ojos, grises, cálidos, tranquilos, sin segundas intenciones, los veías con tanta claridad…

Y Paco, como si nada, soltó un ronquido estruendoso, sin despertarse, seguía durmiendo plácidamente a su lado.

—¿Qué hago ahora? ¿Hablar con él para dormir en habitaciones separadas? —pensó Lucía.

Sin nada mejor que hacer, comenzó a repasar viejos agravios y a inventar otros nuevos. Le parecía que las quejas acumuladas llenarían un vagón de tren y aún sobraría espacio.

¿Qué la movía en ese momento? ¿Rabia? ¿Irritación? ¿Frustración? ¿Desilusión? Quién sabía.

—Los hijos ya son mayores. Nos quedamos solos los dos. Todo parece bien, pero algo falla. ¿Qué será? —Esos pensamientos agobiantes le taladraban la mente como un taladro romo, y no había forma de echarlos.

En la oscuridad, miró a su esposo dormido. Respirando suavemente, sin sospechar que estaba bajo la lupa de su mujer, que en la noche buscaba cada defecto, multiplicándolos por dos sin acordarse de dividirlos por cero. Aunque, en el fondo, algo le decía que dividir entre cero no se podía. Pero en el ojo ajeno siempre se ve la paja, ¿no?

—Paco ya está canoso. Y ha engordado. Las arrugas, como ríos en un mapa, le surcan la frente, traicionando los años, las dificultades, las enfermedades. ¡Y qué guapo era antes!

—Ya no se alegra igual cuando llego del trabajo. Antes salía al recibidor, me quitaba el abrigo, me besaba… Ahora ni pregunta cómo me ha ido. Y cuando toma el café, sorbe ruidosamente, y me saca de quicio. Esconde su ropa sucia cuando vuelve, pero yo, en cuanto se duerme, la meto en la lavadora. Por la mañana le dejo ropa limpia, ¡y él siempre descontento!

—Claro que me ha hecho sufrir. Hemos pasado crisis, peleado y reconciliado. Y su familia… ¡Me hicieron la vida imposible! Decían que yo no era la mujer adecuada. En la boda, abrazaban solo a él. Hasta contaban mis vestidos y botas, diciéndome que gastaba demasiado. ¡Y yo siempre he trabajado y comprado lo justo! Una amiga me cosía la ropa con patrones de revistas.

—Y lo peor… —siguió martirizándose Lucía— fue cuando nuestra hija, Martita, se puso muy enferma. La llevé a todos los hospitales hasta que dieron con el diagnóstico. Tuvimos que ir a Madrid para unas pruebas. Pasé noches sin dormir, asustada. Y Paco… parecía indiferente. No me abrazó, no me dijo “todo irá bien”. Nos distanciamos.

Pero después, cuando todo pasó, lloramos juntos, pidiéndonos perdón…

—¡Y cómo me cortejaba! ¡Cómo nos conocimos! Iba por una calle desconocida, llorando. No quería volver a casa. La lluvia caía a mares, y yo, empapada. Llevaba un vestido que se pegaba a las piernas.

Estudiaba en la universidad. Época de exámenes. Las compañeras querían comprar regalos a los profesores. Cinco euros por cabeza. Yo no los tenía. Mi madre se negó, diciendo que no había que ser pelota. Yo daba mi beca a casa, y solo me dejaban un euro para comer.

Aquella tarde, con dos euros y treinta céntimos en el bolsillo —treinta céntimos que me ahorré al saltarme la comida—, no sabía qué hacer.

De pronto, un paraguas se abrió sobre mí. Un paraguas negro, de mango de madera.

—Señorita, ¿por qué anda sola a estas horas y sin paraguas? —dijo una voz masculina.

—¡No es asunto suyo! —repliqué.

—Solo quería ofrecerle mi pañuelo. Está limpio. Permítame secar sus lágrimas —dijo Paco con calma.

(Pero aún no sabía que se llamaba así.)

Sacó un pañuelo grande, blanco, a cuadros azules. Lo guardo como un tesoro. Olía a colonia, y aquel aroma me dejó sin palabras.

—¿Cómo supo que lloraba, si la lluvia lo tapaba todo?

—Lo sentí —me confesó después—. No podía dejar a una chica tan bonita llorando sola.

Me invitó a un café cercano, me ofreció un dulce, y allí, contra todo mi carácter reservado, ¡se lo conté todo! Al salir, me dio cinco euros.

—Tómalos. No dejes que el dinero te entristezca.

Siete días después, con la pensión de mi abuela Lola, intenté devolvérselos en un banco del parque. Se ofendió.

—Un hombre debe ser útil. Gracias por dejarme ayudarte.

Nunca más hablamos de eso.

Amanecía. Lucía, sin dormir, repasó su vida juntos. Había tenido de todo: alegrías, penas… pero nunca la había dejado sola. Cargó en silencio con sus problemas y los suyos propios.

Enterraron a seres queridos, lloraron abrazados. Ahora, con los hijos independizados, se sentían huérfanos.

—¿Por qué me quejo? ¡Si yo tampoco soy un dechado! —pensó, mirándose al espejo mental.

Paco se giró, sin despertar, la abrazó fuerte como a un tesoro, y le dio un beso en la nuca. Se sintió liviana, como si una piedra se hubiese quitado de su pecho.

Porque, al fin y al cabo, ¿qué más da un ronquído? Lo importante es saberse amada, protegida, aunque a veces una misma cree problemas donde no los hay.

A la mañana, en la cocina, Paco la recibió con un beso.

—Hoy me despertaste temprano, a las seis —dijo—. Roncabas como el gato Manolo en mis brazos.

—¿Que yo ronco? —preguntó Lucía, atónita.

—Bueno… respirabas fuerte. ¿No lo sabías?

—No —susurró.

En efecto, siempre vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro.

¿No sería mejor mirarnos primero a nosotros mismos?

Y los problemas… siempre se pueden resolver juntos, bajo el mismo paraguas.

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El Pañuelo Esencial.