El padre vio un moratón bajo el ojo de su hija y realizó una llamada: la vida de su yerno estaba arruinada.
Marina estaba en el umbral, saludando a sus padres con su habitual sonrisa amable. Solo ese ojo amorat delataba el tema que no quería discutir.
“Mamá, todo está bien, no le des importancia”, dijo rápidamente, notando la mirada atenta de su madre.
Elena Martínez suspiró hondo. “Es tu vida, hija. Tienes que vivirla…”
Su padre ni siquiera saludó al yerno. Se dirigió lentamente hacia la ventana y miró al vacío, como si no hubiera oído a su hija murmurar algo sobre un armario y la oscuridad.
“Anoche… tropecé sin querer. Vamos, mamá, estoy bien, y Javier también”.
¿Bien? Marina recordaba perfectamente lo ocurrido. Javier, siempre furioso, no solo le había gritado. Cuando se atrevió a decirle que estaba harta, él la agarró del cuello de la bata con tanta fuerza que casi la ahoga.
“¿Qué, puta, no recuerdas a quién le debes estar viva? ¡Te traía de vuelta de los bares cuando huías de mí con ese Daniel! ¿Olvidaste quién te amó, estúpida? ¡Te cargué en brazos!”
Y luego, un golpe seco. Como un hombre, con el puño cerrado. Las estrellas bailaron ante sus ojos, luego el dolor… y Javier, que seguía escupiendo vulgaridades.
“Sí, hija, ya entiendo. El armario… la oscuridad”, murmuró su madre, aunque sabía perfectamente lo que había pasado.
Y se sentía culpable. ¡Ella había presionado a Marina para que se casara con Javier! Ella alejó a Daniel de su hija, creyendo que era una mala influencia.
“Y ese armario, hija, por lo visto, tiene puños”, dijo Elena con ironía, lanzando una mirada a su yerno.
Antonio Martínez nunca se apartó de la ventana. Salió al balcón a fumar. A diferencia de su esposa, nunca apoyó a Javier. Le parecía… superficial. Egoísta y vacío. Sí, venía de una familia rica, con piso, coche, contactos. Pero por dentro era podrido.
Y ahora la podredumbre salía a la luz: un moratón bajo el ojo de su hija.
Claro, Antonio podría haber agarrado a su yerno por la solapa y darle una bofetada. Pero eso solo habría causado un escándalo. Y ni siquiera quiso hacerlo. Se contuvo… y salió al balcón.
Sabía que resolvería esto de otra manera. Y ya sabía cómo.
Había pasado mucho tiempo hablando por teléfono desde ese balcón…
Mientras tanto, Marina le compró un café a su madre y charlaron de trivialidades. Media hora después, sus padres se marcharon.
Javier, que esperaba reproches, por fin se relajó. Se recostó en el sofá, abrió una cerveza y hasta sonrió. En su mente, el silencio de sus suegros era aprobación. La familia es familia, y los moratones son parte de la vida. Nadie se mete. ¡Seguro!
“Mira, Marita, ¡te dije que todo se arreglaría!”, dijo satisfecho. “Tus padres son gente sensata. No como tú… ¡Ayer me atacaste con excusas! Salí, bebí… ¿y qué?”
Tomó un trago y estiró la mano hacia las patatas fritas.
La alegría duró poco.
No había pasado ni media hora cuando alguien llamó a la puerta. No timbró, sino que golpeó. Firme y decidido. Aquel ruido hizo que Javier dejara la cerveza y se quedara tieso.
Fue a la puerta, miró por la mirilla… y palideció.
Daniel estaba allí. Su rival. El ex de Marina. El que casi se la llevó como esposa. Alto, seguro de sí mismo, con un traje caro y esa sonrisa que hacía temblar a las mujeres y enfurecer a los hombres.
“¿Qué quieres?”, gruñó Javier, abriendo solo lo necesario para mostrar su irritación.
“Se acabó”, dijo Daniel con calma, empujándolo con el hombro.
Javier retrocedió como un muñeco de trapo.
Marina se levantó del sofá, con los ojos como platos.
“Daniel…”
“Vamos, prepárate”, dijo él, breve. “Si quieres, vamos a mi casa. Si no, a la de tus padres. Pero ¿para qué necesitas a este fracasado?”
“¿A quién llamas fracasado, imbécil?”, gritó Javier, pero se quedó pegado a la esquina.
Tenía sus razones para temerle a Daniel.
“Te llamé, Javiercito. A ti”, sonrió Daniel. “No quería meterme, pero cuando tu suegro, un hombre decente, me dijo que la golpeabas… entonces tomé el relevo.”
“¿De qué… hablas?”, farfulló Javier.
“Bueno, no lo hice directamente”, rió Daniel. “El local de tu club pertenece a un amigo mío. Muy buen amigo. En fin, recibirás una notificación: no renovarán el contrato. ¿Entiendes? Ya está enviada.”
Javier se tambaleó como si lo hubieran golpeado.
“Además, calculé las deudas de seis meses. ¿Recuerdas que te dijeron que el alquiler subiría si el club daba beneficios? Pues subió hace medio año. Y la notificación estuvo meses en tu mesa sin que la leyeras. Daniel y Miguel callamos, dejando que la deuda creciera. Con intereses, multas… ¿Me sigues? Ahora tienes una deuda. Grande. ¿Quieres que te diga la cifra?”
Daniel se inclinó hacia él:
“Y sé que no tienes un duro para pagarla. Deberías haber bebido menos con tus putas.”
Javier se desplomó como un limón exprimido.
“¡Esto… es una trampa!”, balbuceó. “¡Tú… tú pusiste esos papeles!”
“Piensa lo que quieras”, se encogió Daniel. “Puedes demandar. Pero tu abogado, por cierto, dimitió. ¿O lo despediste? ¿Quién te defenderá ahora? ¿Tu camarero con piercing?”
Javier intentó hablar, pero solo abrió la boca.
“Marina, vámonos. No hace falta que lleves tus cosas. Te compraré lo que necesites. Lo que tienes aquí… no vale nada. Solo trapos de mercadillo.”
“Daniel, espera”, dijo Marina, confundida. “Todo esto es… muy rápido. No lo entiendo.”
“Rápido es recibir un puñetazo y buscar excusas para quien te lo dio. Lo demás es lento.”
Daniel le tendió la mano, y ella la tomó.
“¿Estáis todos locos?”, rugió Javier. “¡Esta es mi casa! ¡Mi mujer!”
“¿Mujer?”, replicó Daniel. “¿Tú eres su marido? ¿El que la golpea y luego se esconde tras una cerveza? Ni siquiera eres un hombre, Javier. Eres un perdedor. Ruidoso, amargado… nada. Ni siquiera eres capaz de pegarme en la cara.”
“Pero yo…”, balbuceó Javier.
“¿Qué vas a hacer? ¿Denunciarme? ¿Contarle al juez lo del moratón del armario? ¿O cómo quebró tu club porque bebías en vez de trabajar, viviendo de los contactos de tu padre?”
Marina siguió a Daniel sin mirar atrás. Solo en la puerta se detuvo:
“Lo siento, Javier. Adiós.”
“¡Vete al infierno!”, masculló él. “Sí… claro, vete…”
Y se fueron.
Pasaron dos días. Javier estaba en un piso vacío. El club, cerrado. Sobre la mesa, papeles de desahucio y una notificación de deuda.
Daniel no era solo un ex, sino un ex con carácter. Esperó su momento y actuó. Doloroso, fatal, impecable.
Mientras, en casa de los padres de







