El padre vio un moretón bajo el ojo de su hija e hizo una llamada: la vida de su yerno quedó destrozada.

El padre vio un moretón bajo el ojo de su hija y hizo una llamada: la vida de su yerno quedó destrozada.

Marina estaba en el umbral, saludando a sus padres con su habitual sonrisa amable. Solo el brillo de un ojo amorat delataba el tema que no quería discutir.

“Mamá, todo está bien, no le des importancia”, dijo rápidamente al notar la mirada atenta de su madre.

Elena Martínez suspiró hondo. “Tú sabrás, hija. La vida es tuya…”.

Su padre ni siquiera saludó al yerno. Se acercó lentamente a la ventana y miró al vacío, como si no hubiera oído a su hija murmurar algo sobre un armario y la oscuridad.

“Fue… que anoche tropecé sin querer. Vamos, mamá, todo está bien conmigo y con Jorge!”.

¿Bien? Marina recordaba perfectamente lo sucedido. Jorge, siempre furioso, no solo le había gritado. Cuando se atrevió a decirle que estaba harta, él la agarró del cuello de la bata con tanta fuerza que casi la ahoga.

“¿Qué, puta, no recuerdas a quién le debes estar viva? ¡¿No piensas en nada?!”, le gritó, sacudiéndola. “¿Olvidaste cómo te traía de vuelta de los bares cuando huías de mí con ese Daniel? ¿Olvidaste quién te amó, estúpida? ¡Te cargué en brazos!”.

Y luego, un golpe seco. Como un hombre, con puño cerrado. Las estrellas aparecieron ante sus ojos, luego el dolor… Y Jorge, que seguía escupiendo vulgaridades.

“Sí, hija, ya entiendo. El armario… la oscuridad”, murmuró su madre, aunque sabía perfectamente lo ocurrido.

Y se sentía culpable. ¡Ella había presionado a Marina para que se casara con Jorge! Ella apartó a Daniel de su hija, creyendo que era una mala influencia.

“Y tu armario, hija, por lo visto, tiene puños”, dijo Elena con ironía, lanzando una mirada a su yerno.

Antonio López nunca se volvió desde la ventana. Salió al balcón a fumar. A diferencia de su esposa, nunca apoyó a Jorge. Le parecía… insignificante. Egoísta y hueco. Sí, venía de una familia adinerada, con apartamento, coche, contactos y futuro. Pero por dentro estaba podrido.

Y ahora la podredumbre salía a la luz: un moretón bajo el ojo de su hija.

Claro, Antonio podría haber agarrado a su yerno por las solapas y darle una bofetada. Pero eso solo habría causado un escándalo. Ni siquiera quiso hacerlo. Se contuvo… y salió al balcón.

Sabía que resolvería el problema de otra manera. Y ya sabía cómo.

Había pasado mucho tiempo al teléfono en ese balcón…

Mientras tanto, Marina le compró un café a su madre y charlaron de trivialidades. Media hora después, sus padres se marcharon.

Jorge, que esperaba reproches y gritos, finalmente se relajó. Se recostó en el sofá, abrió una cerveza y hasta sonrió. En su mente, el silencio de sus suegros era aprobación. La familia es familia, y los moratones son parte de la vida. ¡Nadie se mete en sus asuntos!

“Mira, Marisol, ¡te dije que todo se arreglaría!”, dijo satisfecho. “Tus padres son gente sensata. No como tú… ¡Ayer me atacaste con excusas! Salí, bebí, ¿y qué?”.

Tomó un trago y estiró la mano hacia las patatas fritas.

La alegría duró poco.

No había pasado ni media hora cuando alguien llamó a la puerta. No timbró, sino que golpeó. Firme y decidido. Esos golpes secos hicieron que Jorge dejara la botella en la mesa y se pusiera tenso.

Fue a la puerta, miró por la mirilla… y palideció.

Daniel estaba allí. Su rival. El exnovio de Marina. El mismo que casi se la llevó como esposa, pero la dejó escapar. Alto, seguro, con un traje caro y esa sonrisa que hacía temblar a las mujeres y enfurecer a los hombres.

“¿Qué quieres?”, gruñó Jorge, abriendo solo un poco para mostrar su irritación.

“Se acabó”, dijo Daniel con calma y lo apartó con el hombro.

Jorge retrocedió como un muñeco de trapo.

Marina se levantó del sofá, con los ojos abiertos.

“Daniel…”.

“Vamos, prepárate”, dijo él, directo. “Si quieres, vamos a mi casa. Si prefieres, a la de tus padres. Pero, ¿para qué necesitas a este fracasado?”.

“¿A quién llamas fracasado, imbécil?”, estalló Jorge, pero se quedó en un rincón como pegado.

Tenía sus razones para temerle a Daniel.

“Te llamé, Jorgito. A ti”, sonrió Daniel. “No quería meterme, pero cuando el padre de Marina un hombre decente, por cierto me dijo que le pegabas… Pues tomé cartas en el asunto.”.

“¿De qué… de qué estás hablando?”, balbuceó Jorge.

“Bueno, no lo hice solo, claro”, añadió Daniel. “El local de tu club pertenece a un amigo mío. Muy buen amigo. En fin, recibirás una notificación: no se renovará el contrato. ¿Entiendes? Ya la enviaron a tu oficina.”.

Jorge se incorporó como si lo hubieran golpeado.

“Además, calculé tus deudas de alquiler de seis meses. ¿Recuerdas que te dijeron que el precio subiría cuando el club diera ganancias? Pues subió hace medio año. Y la notificación llevaba tiempo en tu mesa. Tú no la leíste. Y yo y Miguel callamos, dejando que la deuda creciera. Con intereses, multas… ¿Me sigues? Ahora debes una suma importante. ¿Quieres que la mencione?”.

Daniel se inclinó hacia él:

“Y sé que no tienes cómo pagarla. Deberías haber gastado menos en alcohol y chicas.”.

Jorge se desplomó en la silla como un limón exprimido.

“¡Esto… es una trampa!”, murmuró, desconcertado. “¡Tú… tú pusiste esos papeles!”.

“Piensa lo que quieras”, encogió Daniel los hombros. “Puedes demandar. Pero tu abogado, por cierto, renunció. O lo despediste. ¿Quién te defenderá ahora? ¿Tu barman con piercing?”.

Jorge intentó hablar, pero solo abrió la boca.

“Marina, vámonos. No hace falta que lleves tus cosas. Te compraré lo que necesites. Lo que tienes aquí… no vale la pena. Solo ropa de mercadillo.”.

“Daniel, espera”, dijo Marina, confundida. “Todo esto pasa muy rápido. No entiendo…”.

“Rápido es recibir un puñetazo y buscar excusas para quien te lo dio. Lo demás es demasiado lento.”.

Daniel le tendió la mano, y ella la tomó.

“¿Os habéis vuelto locos?”, gritó Jorge. “¡Esta es mi casa! ¡Mi esposa!”.

“¿Esposa?”, preguntó Daniel. “¿Tú, el que la golpea y luego se esconde tras una cerveza y la tele? No eres un hombre, Jorge. Eres un fracaso. Ruidoso, amargado… nada. Ni siquiera puedes mirarme a los ojos.”.

“Pero yo… yo…”, balbuceó.

“¿De qué hablas?”, Daniel entrecerró los ojos. “¿Quieres ir a juicio? ¿Contar lo del moretón por el armario? ¿O cómo quebró tu club porque bebías en vez de trabajar, confiando en los contactos de tu padre?”.

Marina siguió a Daniel sin mirar atrás. Solo en la puerta se detuvo un instante:

“Lo siento, Jorge. Adiós.”.

“¡Vete al infierno!”, gruñó él.

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El padre vio un moretón bajo el ojo de su hija e hizo una llamada: la vida de su yerno quedó destrozada.