**Diario de un padre**
Nunca imaginé que mis últimos años los pasaría en una residencia de ancianos. Solo al final del camino sabes si has criado bien a tus hijos.
Manuel López miraba por la ventana de su nuevo hogar —la residencia en el pequeño pueblo castellano de Cuenca— y no podía creer que la vida lo hubiera llevado hasta allí. Caían copos de nieve suavemente, cubriendo las calles de un manto blanco, mientras su corazón se llenaba de fría soledad. Él, padre de tres hijos, jamás pensó que la vejez la viviría entre paredes ajenas. Hubo un tiempo en que su vida brillaba: una casa acogedora en el centro, su amorosa esposa Carmen, tres hijos maravillosos, risas y prosperidad. Trabajó como ingeniero en una fábrica, tuvo coche, un piso amplio y, sobre todo, una familia de la que se enorgullecía. Pero ahora todo eso parecía un sueño lejano.
Manuel y Carmen criaron a su hijo Javier y a sus dos hijas, Lucía y Ana. Su hogar era cálido, siempre lleno de vecinos, amigos y compañeros. Dieron a sus hijos lo mejor: estudios, amor, valores. Pero hace diez años, Carmen falleció, dejándole una herida que nunca cerró. Aún así, Manuel confió en que sus hijos serían su sostén. El tiempo demostró que estaba equivocado.
Con los años, se volvió invisible para ellos. Javier, el mayor, emigró a Alemania hace una década. Allí formó una familia, se convirtió en un arquitecto exitoso. Rara vez llamaba, y las visitas casi cesaron. «Son los proyectos, papá, ya sabes», decía, y Manuel asentía, ocultando el dolor.
Sus hijas vivían cerca, en Cuenca, pero también fueron arrastradas por el ritmo de sus vidas. Lucía, con su marido y dos niños, y Ana, absorta en su carrera. Lo llamaban una vez al mes, aparecían de vez en cuando, pero siempre con prisa: «Lo siento, papá, tengo mil cosas». Manuel observaba por la ventana a la gente cargando con ramos y regalos. Era 23 de diciembre. Mañana, Nochebuena. Y su cumpleaños. La primera vez que lo pasaría sin nadie. «Ya no importo», susurró, cerrando los ojos.
Recordaba cuando Carmen decoraba la casa, los gritos de alegría al abrir los regalos. Ahora solo silencio. Se preguntaba: «¿En qué fallé? Carmen y yo lo dimos todo por ellos… y ahora estoy aquí, como un mueble olvidado».
A la mañana siguiente, la residencia bullía de visitas. Familiares llegaban con dulces y abrazos. Manuel, sentado en su habitación, miraba una foto antigua. De pronto, alguien llamó a su puerta. Casi no lo creía. «¡Adelante!», dijo con voz temblorosa.
—¡Feliz Navidad, papá! ¡Y feliz cumpleaños! —escuchó, y el corazón le dio un vuelco.
En la puerta estaba Javier. Alto, con algunas canas, pero con la misma sonrisa de siempre. Lo abrazó fuerte, y Manuel rompió a llorar.
—¿Javi? ¿Eres tú? —balbuceó, temiendo que fuera un sueño.
—Claro que soy yo, papá. Vine anoche para la sorpresa. —Lo miró con firmeza—. ¿Por qué no me dijiste que mis hermanas te trajeron aquí? Cada mes te enviaba dinero, ¡bastante dinero! Ellas no me contaron nada. ¡No sabía que estabas aquí!
Manuel bajó la mirada. No quería quejas, ni peleas. Pero Javier no cedió.
—Vamos, recoge tus cosas. Esta noche cogemos el tren. Te vienes conmigo. Viviremos con los padres de mi mujer hasta que arreglemos los papeles. ¡Y luego volamos a Alemania!
—¿Qué? Hijo, ya soy viejo… —se aturdió Manuel.
—¡No digas eso! Mi esposa, Lena, es increíble. Y nuestra pequeña Laura sueña con conocer a su abuelo. —Había tanta seguridad en su voz que Manuel empezó a creer.
—Javi… no me lo merezco.
—Basta, papá. No mereces esto. Vamos a casa.
Los otros residentes murmuraron: «¡Qué hijo tiene el señor López! ¡Un hombre de verdad!». Esa misma tarde partieron. En Alemania, Manuel comenzó una nueva vida, rodeado de amor, bajo un sol que, aunque frío, calentaba su alma.
Dicen que solo al final sabes si criaste bien a tus hijos. Manuel lo supo: Javier era el hombre que siempre quiso que fuera. Y ese fue el mejor regalo de su vida.