El otro Martínez…
Andrés sintió que Vicky le tocaba el brazo.
—¿Qué? —abrió los ojos—. ¿Ha empezado?
Ella sonrió de manera enigmática y miró hacia la cama junto a él. Andrés giró la cabeza y vio un bulto envuelto en una mantita. Apretó suavemente, pero bajo su mano la tela cedió. El paquete estaba vacío.
—¡Andrés! —la voz de Vicky sonó lejana y angustiada.
Abrió los ojos y vio su rostro tenso, como si estuviera escuchando algo. Sacudió la cabeza, intentando despejar los últimos rastros del sueño.
—¿Qué? ¿Ya es hora? Falta todavía…
—No sé, me duele mucho la barriga —dijo Vicky.
—Vale —se incorporó sobre los codos—. Hay que llamar a la ambulancia. Miró hacia la otra cama. No había ningún bulto, y respiró aliviado, alejando la pesadilla.
—Esperemos. No estoy segura de si son contracciones. Solo es un dolor punzante. Me dijeron que hay que llamar cuando sean cada diez minutos. Vicky lo miró con esperanza.
—Para cuando llegue la ambulancia, ya habrás parido. ¿Dónde está mi teléfono? —Andrés buscó en los vaqueros colgados en la silla. El móvil cayó al suelo, amortiguado por la alfombra mullida.
Se despertó del todo, se sentó, cogió el teléfono y se puso los pantalones. A sus espaldas, Vicky gimió, apretando el vientre.
—¿Otra contracción? —Se acercó a ella y empezó a masajearle la espalda con los puños, como le enseñaron en las clases de preparación al parto.
—Respira hondo —le indicó, y él mismo inspiró fuerte por la nariz, exhalando luego por la boca.
Vicky lo imitó.
—Ya ha pasado —susurró, sonriendo con esfuerzo.
—Llamo a la ambulancia. No, mejor te llevo yo mismo al hospital. Será más rápido.
La maleta con lo necesario llevaba semanas preparada, en un rincón del dormitorio.
—Los documentos están en el cajón de la mesita —dijo Vicky mientras se ponía el vestido holgado.
Andrés los recogió, vio el cargador del móvil y lo metió en la bolsa junto a la carpeta.
—¿Y el DNI?
—En el armario —contestó ella desde dentro del vestido.
Salió corriendo a buscar el DNI, refunfuñando porque Vicky no tenía todo junto. —¿Dónde está tu teléfono? —gritó.
—Aquí, en la mesilla —respondió ella con calma.
—Vicky, te lo dije mil veces: ten todo a mano para no perder tiempo. Como una niña —masculló al entrar—. ¿Y el cepillo, la ropa…?
Ella sonrió con culpa, pero la sonrisa se torció con otro dolor.
—Ahora —dejó la bolsa en el suelo y volvió a masajearle la espalda.
La irritación le subía por dentro. Miró el reloj: las cinco y media de la mañana.
Vicky se relajó, el dolor cedió. Tardaría poco en regresar.
Se puso una camiseta y recogió la bolsa.
—Vamos, a ver si llegamos al coche antes de la siguiente contracción.
Ella caminó torpemente hacia el recibidor, sosteniendo su enorme vientre. Andrés le calzó las botas anchas. Su calzado habitual ya no le entraba por la hinchazón. Le ayudó con el abrigo, le subió la capucha y se calzó él. Los calcetines… Se había olvidado de ponérselos, pero no había tiempo. Metió los pies descalzos en los zapatos.
—¿Vamos? —La ayudó a levantarse del banco bajo y salieron.
Por el pasillo, Vicky se detuvo a mitad, gimiendo, apoyada en la pared. Andrés la compadecía, pero la lentitud le exasperaba. A ese paso, no llegarían al hospital en una hora.
—Vamos despacio, en el coche estarás mejor —dijo, tirándola suavemente hacia el ascensor—. Ya falta poco —murmuraba.
La ciudad empezaba a despertar. Algunas ventanas se encendían entre las sombras. La nieve había cubierto todo, dificultando la salida del garaje.
«¿Por qué nadie piensa en la época del año al planear un hijo? En verano sería más fácil. Días largos, ni nieve ni hielo… La próxima vez habrá que pensarlo.» Los pensamientos de Andrés se cortaron con otro gemido de Vicky.
Las carreteras estaban vacías. Pisó el acelerador.
—Aguanta, amor. Ya falta. Respira…
Andrés notaba que, cada vez que Vicky se contraía de dolor, sus propios músculos se tensaban. Pero no era lo mismo. No podía compartir su sufrimiento para aliviarla.
Llegaron al hospital. La ayudó a salir del coche, la guió por la rampa hacia la puerta de «Urgencias» y entró tras ella. No había nadie.
—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Mi mujer está de parto! —gritó al vacío.
Una enfermera apareció tras el mostrador.
—Tranquilo, papá. ¿Cada cuánto son las contracciones? —le preguntó a Vicky.
—Se han acelerado en el trayecto —contestó Andrés por ella.
—¿Tienes zapatillas? Ayúdala a cambiarse. Llévate su abrigo y el calzado. Dame los documentos —ordenó con eficiencia.
Andrés obedeció. Se veía a sí mismo moverse como en cámara lenta. Vicky respiraba entrecortadamente, mordiendo el labio.
—Vete a casa. Anota este número para llamar —la enfermera señaló un papel pegado en la pared.
Andrés apartó la vista y vio a Vicky ya al otro lado de una puerta. Su mirada estaba llena de miedo. El corazón de Andrés se partió. Le invadió una angustia tan fuerte que le revolvió el estómago. Corrió hacia ella, pero un brazo de la enfermera lo detuvo.
—¡Ahí no puede entrar!
La amaba en ese momento más que nunca. Quería decir algo, animarla, pero las palabras se le escapaban. ¿Qué sentido tenía desearle suerte?
—¡Te quiero! —gritó, forzando una sonrisa.
Vicky intentó corresponder, pero una nueva contracción le torció el rostro.
«Dios…» No sabía rezar, ni recordaba una sola oración.
Dejó las pertenencias de Vicky en el coche y se marchó. Para cuando llegó a casa, era hora de ir al trabajo. Pero ¿qué trabajo? Llamó a su jefe y le explicó que había llevado a su mujer al hospital.
—Entiendo. Yo también estuve hecho un manojo de nervios en los dos partos. Luego me preocupaba que me cambiaran al niño… En fin, esto es solo el principio. Llama cuando sepas algo —dijo el jefe antes de cortar.
Andrés vagó por la casa, tocando objetos sin sentido. En el dormitorio cogió la almohada de Vicky y hundió el rostro en ella, aspirando su olor.
—Todo irá bien —susurró, dejándola en su sitio.
«¿Llamo ya o espero?»
No podía estarse quieto. Recordó cómo se conocieron en el cumpleaños de un amigo. No fue amor a primera vista. Ella le pareció demasiado independiente, distante. Aun así, la invitó a bailar. Solo porque no había otra mujer sin pareja.
Tiempo después, su amigo le confesó que su esposa los había presentado a propósito.
La acompañó a casa. La conversación no fluía, simplemente caminaban. Andrés no intentó impresionarla. Y precisamente porque no sentía ese nerviosismo habitual ante otras mujeres, esa emCon el tiempo, comprendió que la vida, como el río que atravesaba su ciudad, seguía su curso inexorable, llevando consigo tanto la alegría como el dolor, pero dejando en la orilla la certeza de que cada instante, incluso el más fugaz, merecía ser vivido con gratitud.