En un pequeño pueblo de Castilla, una mujer y su hijo trabajaban en una granja a cambio de techo y comida. Sin querer, descubrieron un oscuro secreto: alguien del lugar estaba saboteando la finca.
Un olor penetrante a quemado irrumpió en la noche como un ladrón sin avisar. Dolores, que dormía profundamente, se incorporó de golpe, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Fuera, la noche brillaba con un resplandor raro, casi fantasmal, iluminando las paredes con sombras largas y temblorosas.
Corrió a la ventana y se quedó helada. No eran simples llamas: el fuego devoraba todo con avidez. El granero, sus herramientas viejas, sus recuerdos… todo se convertía en ceniza en cuestión de minutos.
El corazón le dio un vuelco. Aquello no era un accidente. Lo sabía. Alguien había prendido fuego a propósito. Y ese pensamiento le dolía más que el calor de las llamas. Por un instante, le tentó la idea de tirarse de nuevo en la cama, cerrar los ojos y dejar que todo ardiera. Al fin y al cabo, ya estaba todo perdido.
Pero entonces oyó los mugidos desesperados de las vacas. Sus animales, los que le daban de comer, los que la mantenían viva, estaban atrapados dentro. La desesperación se convirtió en rabia. Dolores salió corriendo, agarró una hoz del camino y se lanzó hacia el granero. La puerta ya ardía, escupiendo un aliento de fuego que le chamuscaba la cara.
Unos golpes certeros y el cerrojo cedió. Las vacas, aterradas, salieron en estampida hacia el corral, lejos del infierno.
Cuando estuvieron a salvo, las fuerzas abandonaron a Dolores. Se dejó caer en la tierra húmeda y vio cómo las llamas devoraban diez años de su vida. Diez años de sudor, ilusiones y sacrificios. Había llegado sola, sin un duro, con solo una fe ciega en que podría salir adelante. Pero los últimos años habían sido una maldición: sequías, plagas, discusiones con los vecinos…
Y ahora, el golpe final. Alguien le había prendido fuego a todo.
Mientras se hundía en sus pensamientos amargos, vio movimiento entre el humo. Dos figuras, una mujer y un chico, moviéndose con rapidez. Echaban cubos de agua, arenas, apagaban las llamas con mantas viejas. Como si supieran exactamente lo que hacían.
Dolores se unió a ellos sin palabras. Los tres lucharon hasta que la última llama se apagó. Cayeron exhaustos, chamuscados, pero vivos.
—Gracias —jadeó Dolores, sin aliento.
—No hay de qué —respondió la mujer—. Soy Carmen, y este es mi hijo, Pablo.
Se sentaron entre los restos del granero, mientras el amanecer pintaba el cielo de rosas, como burlándose de su desgracia.
—Oiga… ¿no tendrá trabajo? —preguntó Carmen de repente.
Dolores soltó una risa amarga.
—¿Trabajo? Ahora hay más que nunca… pero no tengo ni un céntimo para pagar. Pensaba venderlo todo. Irme.
Se levantó y caminó por el corral, pensativa. Una idea loca le vino a la cabeza, nacida del cansancio y una esperanza extraña.
—Mire, quédense. Cuiden la finca un par de semanas. Yo iré a Toledo a ver si alguien compra esto. Aunque sea por cuatro perras.
Carmen la miró con una mezcla de miedo y esperanza.
—Nosotros… hemos huido —confesó en voz baja—. De mi marido. Nos maltrataba. No tenemos nada. Ni documentos, ni dinero.
Pablo, que había permanecido callado, asintió en silencio.
Algo se rompió dentro de Dolores. Vio en ellos su propio reflejo: gente a la que la vida había pisoteado, pero que aún intentaba levantarse.
—Bueno, ya veremos —dijo con un gesto.
Les enseñó rápido cómo funcionaba todo: dónde estaba el pienso, cómo ordeñar, qué hacer con las herramientas. Antes de irse, ya en el coche, bajó la ventanilla.
—Cuidado con los del pueblo. Son malas personas. Fueron ellos. Seguro. Siempre rompen algo. Y ahora… esto.
Y se marchó, dejando atrás las ruinas humeantes y a dos extraños en los que había depositado lo último que le quedaba.
Apenas el coche desapareció, Carmen y Pablo se miraron. No había miedo en sus ojos, solo determinación. Esta era su oportunidad.
Se pusieron manos a la obra. Ordenaron lo que quedaba, limpiaron los escombros, cuidaron de las vacas. Trabajaban sin descanso, como si supieran que no tenían otra opción.
En pocos días, la granja empezó a cambiar. El patio estaba limpio, las vacas daban más leche, y hasta habían empezado a hacer quesos con rCon el tiempo, la granja se convirtió en el corazón del pueblo, llena de risas y vida, y Dolores, Carmen y Pablo, ahora una familia, supieron que jamás volverían a estar solos.