Con un lento despertar, Carmen García sintió un punzante dolor de cabeza que no cedía, mientras una profunda fatiga la envolvía por completo. Los niños, normalmente bulliciosos y desordenados, cerraron la puerta con sigilo, intentando pasar desapercibidos. Apoyada en los codos, observó desde la ventana cómo Alfonso y Beatriz se adentraban veloces en el bosque. Al internarse entre los árboles, una opresiva sensación de miedo creció en su pecho. —¡Bea! ¡Alfon! ¡No os vayáis!— intentó gritar, aunque su voz apenas fue un susurro. Sin respuesta, sus figuras se perdieron entre la espesura, y el silencio vespertino absorbió cualquier rastro de ellos. Lágrimas brotaron surcando sus mejillas arrugadas como un río imparable. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo permitió que su propio hijo la traicionara? Estas preguntas resonaron implacables en su mente mientras la oscuridad la envolvía. Cerró los ojos para respirar con dificultad, pero al abrirlos, ningún alivio llegó. Toda su vida estuvo marcada por obstáculos. Alfonso, su hijo, siempre fue inquieto, errático y en busca de lo inalcanzable. Tras años viajando con trabajos efímeros, volvió a casa con su esposa Beatriz, trayendo promesas vacías que pronto se desvanecieron. Desde el nacimiento de Javier, su nieto que vive con ella, él fue su mayor alegría y razón de ser. En condiciones difíciles, le dedicó amor absoluto, trabajando sin descanso y guardando cada euro. Junto a su esposo fallecido, construyeron un hogar anhelando un futuro mejor. Pero esa calma se rompió cuando Alfonso descubrió sus ahorros. Su actitud cambió radicalmente: surgió una codicia voraz exigiendo dinero para «invertir», ignorando las lecciones de esfuerzo que ella le enseñó. —¡Necesito que me des ese dinero!— reclamó él insistentemente, mientras Carmen, agotada, lo rechazaba con firmeza. La conversación derivó en un conflicto cargado de rencores y acusaciones. La discusión culminó en un enfrentamiento intenso. La ira de Alfonso creció, sus palabras se volvieron crueles, t
Con un despertar lento, Carmen García siente un dolor de cabeza agudo que persiste mientras una fatiga profunda la cubre completamente. Los niños, habitualmente ruidosos y desordenados, cierran la puerta en silencio como queriendo desaparecer. Apoyada en los codos, ve desde la ventana cómo Alfonso y Beatriz entran veloces en el bosque. Mientras avanzan entre los árboles, una sensación opresiva de miedo crece en su pecho.
—¡Beatriz! ¡Alfonso! ¡No os marchéis! —intenta gritar, aunque su voz apenas surge como un susurro débil.
Sin respuesta, las figuras desaparecen en la espesura, y el silencio vespertino absorbe todo rastro de ellos. Lágrimas brotan de sus ojos, recorriendo sus mejillas arrugadas como un río imparable.
¿Cómo ha llegado a esto? ¿De qué modo permitió que su propio hijo la traicionara? Las preguntas resuenan sin piedad en su mente mientras la oscuridad la envuelve. Cierra los ojos un momento para respirar con dificultad, pero al abrirlos de nuevo, ningún alivio llega.
Toda su vida estuvo marcada por obstáculos constantes. Alfonso, su hijo, siempre fue inquieto, errante y en busca de algo inalcanzable. Tras años viajando y cambiando de trabajos temporales, volvió a casa con su esposa Beatriz. Pero más que posesiones, trajo promesas vacías y una esperanza que pronto se esfumó.
Desde el nacimiento de Javier, su nieto que vive con ella, él fue su mayor dicha, la razón que alimentaba su alma. En condiciones adversas, le dedicó amor absoluto y trabajó sin descanso, guardando cada euro. Junto a su esposo fallecido, construyeron un hogar soñando con un futuro mejor para su familia.
Pero un día, aquella paz se rompe cuando Alfonso descubre los ahorros de su madre. Su actitud cambia radicalmente: surge en él una codicia voraz, exigiendo dinero para «invertir», ignorando las lecciones de esfuerzo que ella le enseñó.
—¡Necesito que me des ese dinero! —insiste Alfonso, mientras Carmen, agotada