El odio que brota de la falsedad familiar

«Odio a mi suegra. Porque es una hipócrita.»

Me llamo Sofía López, tengo 32 años. Llevo cuatro años casada, pero cada día arrastro un peso en el alma porque alguien envenena nuestra vida familiar: mi suegra, Antonia Martínez. Jamás he entendido cómo alguien puede ser tan falsa, tan teatrera, y además hacerse pasar por una santa.

Delante de mí sonríe, me llama «campeona», halaga mi aspecto o mis platos. Pero luego… Luego me entero por vecinas, por el suegro o por otros parientes de que anda contando que soy una esposa indigna para su hijo. Que no sirvo para llevar una casa, que evito quedarme embarazada a propósito, que me aproveché de él «por interés». Que «las como yo» hay que mantenerlas lejos.

¿El motivo? Soy divorciada. Sí, tuve un matrimonio anterior. Me casé con mi primer marido a los 18. Éramos compañeros de instituto, nuestras familias se conocían. Hubo una boda bonita: vestido blanco, limusina, sesión de fotos. Después llegó la vida adulta. La realidad. A los tres meses empezamos a discutir como gatos y perros; a los cinco, firmamos el divorcio. Cosas que pasan. Fue un error de juventud, un experimento fallido que ni siquiera considero un verdadero matrimonio.

Pero para Antonia, soy «una mujer con pasado», «de segunda». Hasta intentó disuadir a mi actual marido de casarse conmigo:
—Piénsatelo, hijo —le decía—. Tú eres joven, con futuro, y ella ya viene con equipaje. Una novia así no es regalo. Busca una sin historial.

Por suerte, mi marido no es un niño de mamá. No la escuchó. Nos casamos. Y yo, ingenua, creí que ella acabaría aceptándome. Error.

En apariencia, se esfuerza por ser «amable». Llama en Navidad, trae tarros de berenjenas en vinagre, croquetas grasientas o cocidos con cinco tipos de carne. Siempre le digo educada:
—Gracias, Antonia, pero no hace falta. Nosotros no comemos eso. Seguimos otra dieta.

Y ella, ofendida:
—¡Pero si a mi niño le encantaba! ¡Así lo crié yo!

Sí, claro: por eso ahora tiene ardores, hinchazón y problemas digestivos. Yo le preparo caldos ligeros, verduras al vapor, infusiones, y usted insiste con lo salado y lo frito. Luego se queja de que no viene a cenar.

Sé que suena duro, pero soy directa. Un día estallé:
—Antonia, basta. Usted es una adulta, pero actúa como una adolescente resentida. La respeto por ser la madre de mi marido, pero no tengo por qué ser su amiga ni aguantar mentiras a mis espaldas.

Desapareció semanas, pero luego volvió a llamar. A hablar de nada: culebrones, vecinas cotillas. Intenté ser cortés, pero… ¿sinceramente? Me aburre. No tenemos nada en común. Solo chismes y quejas.

Dejé de coger el teléfono. Mi marido lo sabe. No se mete. Está harto de mediar. Me quiere, pero es su madre y no puede prohibirle nada. Lo entiendo. No le pido más.

Solo quiero que me dejen en paz. Sin imposturas. Si quieres ser buena, sé sincera. Si no, mantén la distancia.

Pido respeto. No humillo a nadie, no me meto en vidas ajenas, no finjo perfección. Pero tampoco toleraré hipocresías.

Díganme… ¿No tengo derecho a ser yo misma? ¿No puedo defender mis límites, aunque sea con una suegra?

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