*Diario de un hombre*
5 de octubre
El silencio entre ellos pesaba más que el aire húmedo de Madrid. “Me voy, Javier. Y no intentes detenerme”. Lucía apretaba un pincel gastado, la madera de su mango lisa por los años, como si fuera un amuleto. Detrás de ella, en el caballete, secaba un lienzo inconcluso: un atardecer carmesí desgarrado por trazos oscuros.
“¿Te vas? ¿Adónde? ¿A tus pinturas y tus tonterías?” Javier soltó una risa cortante, pero la ira le temblaba en la voz. “Sin mí no eres nadie, Lucía. Nadie. ¿Quién va a valorar esos garabatos?”
Ella lo miró fijo—aquel hombre que una vez le prometió la luna y ahora le robaba hasta la luz. Su rostro, antes familiar, se había vuelto extraño, deformado por el desprecio. Respiró hondo, sintiendo la determinación arder en su pecho, y salió de la casa dando un portazo. El viento le agitó el pelo, y en su interior ardía algo nuevo: la libertad.
***
La mañana en el pueblo olía a rocío, hierba recién cortada y leña quemada en las cocinas vecinas. Lucía despertó con el canto de los gorriones y miró instintivamente el caballete en su habitación. El lienzo vacío la observaba, silencioso, como un viejo amigo al que había traicionado. Hoy Javier prometió llevarla a una exposición en Toledo, y sonrió al recordar sus palabras de hace dos años:
“Eres talentosa, Luchi”, le había dicho, abrazándola en su pequeño piso de alquiler. La luz de la lámpara iluminaba sus bocetos esparcidos sobre la mesa. “Te ayudaré a mostrarle al mundo lo que vales. Brillarás.”
Y ella creyó. Hasta que sus promesas se convirtieron en reproches: “Deja de perder el tiempo con esas tonterías”, “Es hora de pensar en formar una familia”, “¿A quién le importan tus dibujos?”. Cada palabra era una mancha en un lienzo limpio, y Lucía empezó a esconder los pinceles en un cajón.
“Buenos días, dormilona”, entró Javier ya vestido, con su camisa planchada y el olor a colonia cara. “El desayuno está listo, date prisa. Mi madre llamó, quiere vernos para comer.”
“¿Y la exposición?” Lucía se incorporó, alisándose el pelo rubio despeinado.
“¿Qué exposición?” Frunció el ceño mientras se anudaba la corbata. “Lucía, tenemos mil cosas. Mi madre quiere hablar de la reforma en su casa, y yo debo pasar por la oficina. Otro día, ¿vale?”
“Pero prometiste…” Su voz tembló, pero calló al ver su expresión de fastidio.
“Lucía, no empieces. Estoy harto de tus caprichos”, dijo, y salió dejando un rastro de colonia.
Ella asintió para sí misma, tragándose la decepción. Siempre igual: “otro día”, “más tarde”, “ahora no”. Sus sueños se diluían en sus planes, como acuarela bajo la lluvia. Se vistió con un jersey viejo y fue a la cocina, donde el café y las tostadas que él había preparado ya estaban fríos. Hasta su cuidado parecía mecánico, un deber sin alma.
***
Lucía creció en una casa donde el arte era “pérdida de tiempo”. Su hogar, una casita de madera en las afueras, crujía bajo los pies y olía a humedad. Su madre, agotada de trabajar en la fábrica textil, repetía: “Con dibujos no se come”. Su padre, siempre en el garaje entre motores oxidados, solo encogía los hombros cuando ella le enseñaba sus sketches.
“Lucía, otra vez con tus garabatos?” Su madre apareció en el desván, donde la niña de diez años dibujaba en un cuaderno, manchándose el delantal. “Mejor ayuda a pelar patatas.”
“No son garabatos, mamá”, susurró, escondiendo el dibujo de un atardecer que había visto desde su ventana. “Esto soy yo.”
Su madre suspiró y se fue, murmurando algo sobre “tonterías”. La única que creyó en ella fue su profesora de arte, la señora Carmen, una mujer mayor con bufandas coloridas que corregía sus trazos con manos suaves, como si sostuviera un pajarito.
“Tienes un don, Lucía”, le decía, examinando sus sketches. “No dejes que nadie lo apague. ¿Me lo prometes?”
“Lo prometo”, susurraba Lucía, con el corazón acelerado.
Pero después del instituto, los sueños de estudiar Bellas Artes se estrellaron contra la realidad. Su madre insistió en una carrera “útil”, y Lucía estudió administración. Allí conoció a Javier, el hijo sonriente de un empresario local, cuyo encanto derretía el hielo. Él parecía su salvación de la monotonía del pueblo.
“Serás mi musa”, le susurró en su primera cita, besándole la mano junto a la fuente de la plaza. “Te haré feliz.”
Y ella creyó. Se casaron al año, se mudaron a la casa de sus padres, y empezó una nueva vida. Pero, con los meses, Javier le recordó que su lugar era la cocina, no el estudio. Sus pinturas acumularon polvo, y el caballete se convirtió en un mueble más.
***
“Lucía, ¿dónde estás?” La voz de Javier la sacó de sus pensamientos. Estaba en la cocina, removiendo un guiso, mientras imágenes de lienzos sin terminar danzaban en su mente.
“Aquí”, forzó una sonrisa, secándose las manos. “La comida está casi lista.”
“Bien. Voy a la oficina una hora y vuelvo.” Miró la olla. “Ah, y Lucía… Mi madre vuelve a preguntar por los nietos. ¿Para cuándo?”
Ella asintió, pero un nudo le cerró la garganta. ¿Hijos? Los amaría, pero cada vez que él hablaba de ello, sentía sus sueños alejarse más, como si alguien la encerrara en una jaula y tirara la llave al río.
“Javier, ¿y si vuelvo a pintar?”, se atrevió a decir, viéndole la espalda. “Podría apuntarme a clases o…”
“¿Pintar?” Se giró, con una mueca burlona. “¿En serio, Lucía? Eso es cosa de niños. Mejor piensa en qué cenamos. Mi madre viene hoy y quiere cocido.”
Calló, sintiendo algo romperse dentro. Esa noche, tras la visita de su suegra, decidió ordenar la habitación. Al abrir el armario de Javier, encontró su móvil olvidado. La pantalla se encendió, y sin saber por qué, lo desbloqueó. Los mensajes de una tal “Sofía” le atravesaron el pecho: “¿Cuándo dejarás a tu mujer gris?”, “Te echo de menos, ven”. Había fotos: una mujer de pelo oscuro, vestido ajustado, sonriendo como si el mundo fuera suyo.
“Lucía, ¡ya estoy en casa!”, gritó él desde la entrada.
Ella dejó el móvil donde estaba, se secó las lágrimas y salió con una sonrisa falsa. Pero por dentro, todo se derrumbaba. La cena transcurrió en silencio, con los cubiertos chocando contra los platos y él hablando de trabajo, sin notar su mirada perdida.
***
Al día siguiente, quedó con su amiga Marta en el Café Sol. Marta, su compañera de instituto, siempre sabía animarla. Sentadas junto a la ventana, Lucía no pudo más y lo confesó todo.
“Me engaña, Marta”, tembló su voz, retorciendo una servilleta. “Vi los mensajes. Y se ríe de mis cuadros.”
“Escucha, Lucía”, Marta le apretó la mano, con los ojos llenos de fueEsa noche, Lucía empacó sus pinceles, sus lienzos y su valentía, y al salir, sintió por primera vez que el camino, aunque incierto, era enteramente suyo.