El ocaso de un vínculo, el amanecer de una carrera

El ocaso de una relación, el amanecer de una carrera

El silencio entre ellos era palpable.

—Me voy, Javier. Y no intentes detenerme —dijo Lucía, apretando en su mano un viejo pincel con la madera gastada, como si fuera un amuleto. A sus espaldas, en el caballete, secaba un lienzo sin terminar: un atardecer escarlata, desgarrado por pinceladas oscuras.

—¿Te vas? ¿Adónde? ¿A tus pinturas y pinceles? —Javier soltó una risa fría, pero en su voz latía la rabia—. No eres nadie sin mí, Lucía. Nadie. ¿Quién va a valorar tus garabatos?

Ella lo miró fijamente. Aquel hombre que una vez le prometió las estrellas ahora le arrebataba hasta la luz. Su rostro, antes tan familiar, le resultaba extraño, distorsionado por el desprecio. Lucía respiró hondo, sintiendo cómo la determinación le corría por las venas, y salió de la casa cerrando la puerta con fuerza. El viento agitó su pelo, mientras en su pecho ardía algo nuevo: la libertad.

* * *

La mañana en su pueblo pequeño olía a rocío, hierba recién cortada y el humo de las cocinas vecinas. Lucía despertó con el canto de los estorninos y miró hacia el caballete en el rincón del dormitorio. El lienzo vacío la observaba con un reproche mudo, como un viejo amigo al que hubiera traicionado. Hoy Javier había prometido llevarla a una exposición en la capital, y ella sonrió al recordar sus palabras de hace dos años:

—Tienes talento, Lu —le había dicho entonces, abrazándola en su diminuto piso de alquiler. La luz de la lámpara iluminaba sus bocetos esparcidos sobre la mesa—. Te ayudaré a mostrárselo al mundo. Brillarás.

Ella le creyó. Hasta que sus promesas se disolvieron en reproches: «Deja de perder el tiempo con pinturas», «Es hora de pensar en la familia», «¿A quién le importan tus dibujos?». Cada palabra era como una mancha en un lienzo limpio, y Lucía terminó guardando sus pinceles en un cajón.

—Buenos días, dormilona —Javier entró en el dormitorio, ya vestido con su camisa impecable, perfumado con una colonia cara—. El desayuno está listo, date prisa. Mi madre ha llamado, nos espera para comer.

—¿Y la exposición? —Lucía se sentó en la cama, alisando su melena rubia despeinada.

—¿Qué exposición? —frunció el ceño mientras se anudaba la corbata—. Lucía, tenemos mil cosas. Mi madre quiere hablar de la reforma en su casa, y yo debo pasar por la oficina. Otro día.

—Pero prometiste… —su voz tembló, pero calló al ver cómo su mirada se endurecía.

—Lucía, no empieces. Ya estoy harto de tus caprichos —dijo, saliendo del cuarto.

Ella se limitó a asentir, tragándose la decepción. Siempre igual: «otro día», «más tarde», «ahora no». Sus sueños se diluían en sus planes como acuarela bajo la lluvia.

* * *

Lucía creció en una casa donde el arte era una pérdida de tiempo. La vieja vivienda en las afueras crujía bajo sus pies y olía a humedad. Su madre, agotada tras las jornadas en la fábrica textil, repetía: «Con dibujos no se come». Su padre, siempre en el garaje arreglando coches oxidados, se encogía de hombros cuando ella le mostraba sus bocetos.

—Lucía, ¿otra vez con tus garabatos? —su madre asomó la cabeza en el desván, donde la niña de diez años dibujaba—. Baja a pelar patatas.

—No son garabatos, mamá —susurró Lucía, ocultando el dibujo de un atardecer—. Esto soy yo.

Su madre suspiró y se marchó refunfuñando. La única que vio algo en ella fue su profesora de arte, la señora Carmen, una mujer mayor de cabellos plateados y mantones coloridos.

—Tienes un don —le decía, corrigiendo su trazo con delicadeza—. No dejes que nadie lo apague. ¿Lo prometes?

—Lo prometo —murmuró Lucía, con el corazón acelerado.

Pero tras el instituto, los sueños de estudiar Bellas Artes se estrellaron contra la realidad. Su madre insistió en una carrera «seria», y Lucía terminó estudiando contabilidad. Allí conoció a Javier, el hijo sonriente de un empresario local, que parecía su salvación de la monotonía del pueblo.

—Serás mi musa —susurró en su primera cita, besando su mano junto a la fuente del parque—. Te haré feliz.

Lucía le creyó. Se casaron al año, se mudaron a casa de sus padres, y comenzó una nueva vida. Pero con el tiempo, Javier le recordó que su lugar era la cocina, no el estudio.

* * *

Las semanas siguientes fueron el preludio de la ruptura. Javier se volvió más frío, sus ausencias se hicieron frecuentes, y cada palabra cortaba como un cuchillo. Lucía dejó de preguntar, pero cada mirada suya le dejaba una herida. Comenzó a empacar no solo su ropa, sino también sus sueños.

El día que decidió irse, Javier llegó antes de lo habitual. La vio con sus maletas, el caballete y los lienzos enrollados, y su rostro se congestionó de ira.

—¿En serio? —gritó, arrojando las llaves—. ¿Crees que sin mí eres alguien? ¡No eres nadie, Lucía!

—Me voy, Javier —su voz sonó firme por primera vez—. Y no me detengas.

Salió, dejando atrás sus gritos. Esa noche, en su pequeño estudio alquilado, contempló el atardecer desde la ventana. Era igual al de su infancia: vivo, carmesí, lleno de promesas. Tomó un pincel y empezó a pintar, sintiendo cómo los colores le devolvían su esencia.

* * *

La exposición fue su renacimiento. Sus cuadros —paisajes, retratos, atardeceres abstractos— colgaban en el centro de la sala. Un galerista se acercó para ofrecerle un contrato.

—Tienes futuro —le dijo.

Carmen, su antigua maestra, sonreía orgullosa.

—Sabía que brillarías —le susurró al abrazarla.

Lucía sonrió, recordando a la niña del desván, a la esposa sumisa y a la mujer que ahora sostenía un catálogo con su nombre.

* * *

Un mes después, supo que Javier se había ido del pueblo con otra. Su suegra llamó para pedirle que volviera, pero Lucía negó con la cabeza.

—Estoy en casa —dijo, mirando sus cuadros—. Y siempre lo he estado.

Ahora da clases en la escuela de arte y trabaja en nuevos proyectos. Sus obras se venden, ha ilustrado un libro y ha conocido a un hombre que admira su talento en lugar de menospreciarlo. Pero lo más importante es que ha aprendido a ser feliz consigo misma. Sus pinceles, sus cuadros, sus atardeceres… son las llaves de su nueva vida. Y no las entregará a nadie.

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