El Noble Traidor: La Historia de una Ilusión

El traidor noble — la historia de una ilusión

Nos conocimos cuando cualquier enamoramiento parece destino. Javier era un chico desgarbado, delgado, con una guitarra a la espalda y un cuaderno arrugado en las manos, lleno de garabatos que eran sus poemas. Me esperaba a la salida del instituto, fingiendo que pasaba por casualidad, y siempre sonreía con una sinceridad infantil.

—Lucía, escucha esta nueva canción —susurraba, mientras tocaba las cuerdas.

Yo escuchaba. Aunque su voz desafinaba y sus versos eran empalagosos hasta el dolor. Pero en sus ojos ardía un sentimiento tan tierno que no podía rechazarlo.

Tras el instituto, la vida nos separó: yo estudié magisterio en Valencia, él ingeniería en Zaragoza. Pero Javier seguía escribiéndome. A veces llamaba a la residencia universitaria, otras enviaba postales arrugadas con frases como: «Sin ti todo es gris, pelirroja mía». Venía a verme en trenes baratos, gastando sus últimos euros solo para pasar una noche juntos.

Recuerdo una vez que caí enferma con fiebre, y él apareció bajo mi ventana a las tres de la madrugada con un termo y pastillas. Murmuró a través del cristal: «Te lo dije, sin mí no puedes». Yo me quedé allí, envuelta en una manta, llorando de felicidad.

Después de la universidad, Javier me pidió que me casara con él. Sin anillos ni flores, en el mismo banco del parque donde nos dimos nuestro primer beso:

—Cásate conmigo, Lucía —dijo, con los mismos ojos que a los diecisiete.

—Solo si me prometes que nunca serás un hombre aburrido de traje —reí.

—¡Lo juro solemnemente!

Planeábamos mudarnos a Madrid, pero su madre enfermó gravemente. Nos quedamos en nuestro pueblo de Toledo. Él empezó a trabajar en una tienda de electrónica, yo en una escuela rural. Todo era temporal. O eso creíamos. Pero lo temporal se volvió permanente.

Vivíamos en un piso minúsculo, bebíamos café barato y organizábamos «noches de baile» en la alfombra, con música de un casete. La primera vez que le dieron una prima en el trabajo, me llevó a un restaurante donde el postre costaba más que su sueldo semanal. «Pero es hermoso», dijo, besándome los dedos.

Luego murió su madre. Heredamos un piso más grande y decidimos tener un hijo. Javier soñaba con una niña pelirroja como yo. Pero nació un niño. Vivió solo 32 días.

Y después de eso, todo se desmoronó.

No supimos sobrellevar el dolor juntos. Estábamos acostumbrados a vivir con ligereza, con bromas, escapando de los problemas. Pero el dolor nos separó. Él se refugió en el trabajo, yo en la depresión. Cuando logré levantarme, dejé la escuela. No soportaba ver a otros niños.

Unos años después, ascendieron a Javier, pero no fue suficiente. Renunció para montar su negocio. Dijo: «Conozco el mercado, tengo contactos, hay un nicho sin explotar». No se equivocó. Al año, teníamos coche, ropa de marca, vacaciones en el extranjero. No podía creer que aquella fuera mi vida.

Pero con el dinero llegó la distancia. Casi no hablPasaron meses antes de que me diera cuenta de que lo único que quedaba de aquel chico con guitarra era el eco vacío de sus mentiras.

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