El traidor noble — historia de una ilusión
Nos conocimos cuando cualquier enamoramiento parece destino. Vito era un chico desgarbado y delgado, con una guitarra a la espalda y un cuaderno arrugado en la mano, lleno de garabatos que pretendían ser poemas. Me esperaba a la salida del instituto, fingiendo que pasaba por casualidad, y siempre sonreía con una sinceridad infantil.
—Laura, escucha esta canción nueva —susurraba, mientras sus dedos rozaban las cuerdas.
Yo escuchaba. Aunque su voz desafinaba y sus versos eran empalagosos, en sus ojos ardía una ternura que no podía ignorar.
Tras el instituto, la vida nos separó: yo estudié magisterio en Valencia, él ingeniería en Zaragoza. Pero Vito seguía escribiéndome. A veces llamaba al teléfono fijo de la residencia, otras enviaba postales arrugadas con frases como: «Sin ti, todo es gris, pelirroja mía». Venía a verme en trenes baratos, gastando hasta el último euro solo para pasar una noche juntos.
Recuerdo una vez que caí enferma con fiebre. A las tres de la madrugada, apareció bajo mi ventana con un termo y pastillas. Susurró a través del cristal: «Te lo dije, sin mí no puedes». Yo, envuelta en una manta, lloraba de felicidad.
Después de la universidad, me propuso matrimonio. Sin anillos ni flores, en el mismo banco del parque donde nos dimos nuestro primer beso.
—Cásate conmigo, Laura —dijo, con los mismos ojos que a los diecisiete.
—Solo si prometes no convertirte en un hombre aburrido de traje —me reí.
—¡Lo juro solemnemente!
Planeábamos mudarnos a Madrid, pero su madre enfermó gravemente. Nos quedamos en nuestro pueblo. Él empezó a trabajar en una tienda de electrónica; yo, en la escuela rural. Todo era temporal. O eso creíamos. Pero lo temporal se volvió permanente.
Vivíamos en un piso destartalado, tomábamos café barato y bailábamos sobre una alfombra vieja al ritmo de la música de un radiocasete. La primera vez que le dieron un bono, me llevó a un restaurante donde el postre costaba más que su sueldo semanal. «Pero qué bonito es», dijo, besando mis dedos.
Luego su madre murió. Heredamos un piso más grande y decidimos tener un hijo. Vito soñaba con una niña pelirroja como yo, pero nació un niño. Solo vivió treinta y dos días.
Y después, todo se torció.
No supimos sufrir juntos. Estábamos acostumbrados a vivir sin peso, bromeando, huyendo de los problemas. El dolor nos arrinconó en esquinas opuestas. Él se refugió en el trabajo; yo, en la depresión. Cuando logré levantarme, dejé la escuela; no soportaba ver a otros niños.
Dos años después, ascendieron a Vito, pero eso no le bastó. Renunció y montó su propio negocio. Dijo: «Conozco el mercado, tengo contactos y hay un nicho libre». No se equivocó. En un año, teníamos coche, ropa de temporada y vacaciones en el extranjero. No reconocía mi vida.
Pero con el dinero llegó la distancia. Casi no hablábamos. Yo lo intentaba: cocinaba sus platos favoritos, le proponía ir al teatro, planeaba cenas familiares. Él siempre decía: «Luego». Y luego nunca llegaba.
Mi madre insistía: «Laura, sin hijos, la familia está incompleta. No esperes, después será tarde». Yo estaba preparada. Pero Vito desviaba la mirada. Cada vez que intentaba hablar, respondía con un «no» y se encerraba.
—Han pasado seis años —dije un día—. ¿No crees que es hora?
Dejó el tenedor bruscamente:
—Basta.
Me quedé helada:
—¿Por qué? Somos una familia…
—No, Laura. No es necesario.
Se levantó de la mesa. Y yo me quedé en esa cocina impecable, con vajilla cara y una sensación de vacío.
Entonces apareció Sergio. El mismo Vito lo presentó como su socio. Elegante, educado, con buenos modales. Me invitaba a exposiciones, conocía a los artistas, escuchaba. Una vez, sin mirar, me pasó un catálogo sobre Dalí.
—Vito me dijo que adoras a Dalí.
—Se equivocó —respondí—. Prefiero a Sorolla.
Sergio sonrió:
—Pues hablemos de Sorolla. ¿Tomamos un café?
No respondí, pero él insistió. Entradas al teatro, flores, conversaciones. Intenté hablar con Vito:
—Oye, Sergio me invita a una exposición. Actúa como si…
—Ve —me interrumpió—. Te aburres aquí.
—¿Escuchas lo que dices?
—Es un buen hombre, Laura. Y le gustas.
Me quedé muda. Me miraba sin dolor. Tranquilo. Como si llevara tiempo preparando ese momento.
—¿Hay alguien más, verdad?
—Sí. Pero no quiero que sufras. Quería que no estuvieras sola.
Me reí. Con amargura. Casi con desesperación:
—¿O sea que me empujabas hacia él para no sentirte culpable?
No respondió. El teléfono vibró. Miró la pantalla y en sus ojos brilló esa chispa. La que antes solo era para mí.
—Vete —susurré—. Te espera.
Estábamos en esa cocina perfecta. Y entre nosotros, todo lo que ya no podíamos recuperar.
—Perdóname —murmuró.
Pero no había perdón. No solo se fue con otra. Hizo todo para parecer noble. Para no ser el culpable. Para que yo quedara como la perdedora, con un «nuevo marido» regalado y un sentido del deber envenenado.
Al día siguiente, recogí mis cosas. Sin gritos. Sin reproches. El taxi dobló la esquina y, de pronto, recordé a aquel chico flaco con la guitarra que susurraba:
—Laura, aprenderé a escribir poemas de verdad para ti.
Nunca lo hizo. Pero sí aprendió a mentir tan bien que hasta él mismo se lo creía.
**Moraleja:** La nobleza forzada no es más que otro disfraz del egoísmo. Y las palabras más hermosas pierden su valor cuando no hay sinceridad detrás.