Ayer por la mañana Mencía subió el volumen del móvil hasta el máximo, por si acaso. En el fondo sabía que él nunca escribiría. Esa sensación era como la premonición de la lluvia: densa, inevitable, como si el aire se espesara antes de la tormenta. Pero aun así encendió el sonido. La esperanza es como una vieja cicatriz: duele, pero no suelta. Mencía se recogió el pelo en un moño descuidado, con la mínima delicadeza para que pareciera natural y bonito. Se puso el abrigo verde oscuro, aquel con el que él le había dicho una vez que parecía un bosque de otoño. Desde entonces lo había dejado de usar, pero hoy lo sacó del armario. Aplicó un labial rojo carmesí, demasiado vivo para un paseo matutino a la farmacia y a la panadería.
En la farmacia el bullicio era constante. Alguien tosía entrecortadamente en una esquina, otro discutía el precio de los remedios, y un tercero permanecía inmóvil, balanceándose de un pie al otro. Olía a hierbas y a algo ácido, a medicina. Mencía tomó los suplementos que él le había recomendado tres años atrás, cuando todavía compartían café al amanecer. Sostuvo el paquete, leyendo la pequeña letra. Caducaba al próximo otoño, como si el tiempo dentro de la caja contara sus últimos meses.
En la panadería todo seguía igual: un joven con un tatuaje en la muñeca detrás del mostrador, el perfume del pan recién horneado y la canela, y una música tenue que salía de un altavoz gastado. Mencía compró un croissant de frambuesa, aquel que él había llamado el sabor del alba mientras se limpiaba las migas del mentón con una sonrisa. Se llevó dos. Uno para el té de casa, como antes, cuando todo era más sencillo. El otro sin razón. Solo para que existiera, como un pequeño trozo de pasado que se puede esconder en el bolsillo.
Al volver a casa, se detuvo. En el piso reinaba un silencio pesado, como polvo que se ha posado sobre libros viejos. El aire parecía inmóvil, temeroso de moverse. El móvil yacía en el alféizar, pantalla hacia abajo, como avergonzado de su mirada. No había mensajes. No había llamadas. Como si el mundo hubiera decidido pasar de largo sin notarla. Como si ella misma se hubiera convertido en sombra disolviéndose en la gris luz de la mañana.
Mencía puso a hervir la tetera, se quitó el abrigo despacio, como temiendo romper el silencio. Colocó los botines junto a la puerta, ajustó el cuello del abrigo en el perchero. Encendió la radio antigua; la voz del locutor hablaba de atascos, luego de una nevada, y después de una exposición en el museo local. Todo sonaba apagado, como bajo el agua. Tomó un sorbo de té, demasiado caliente, abrasador, pero lo tragó sin hacer una mueca. Se acercó a la ventana y apoyó la frente contra el cristal frío.
Afuera caía nieve fina y punzante, que se posaba sobre paraguas, bufandas y el asfalto para luego desvanecerse. Un joven padre, en el parque oscuro, ajustaba la gorra a su hijo con la ternura que solo los años otorgan. Los ancianos caminaban apoyándose mutuamente, como si sus manos se hubieran fundido con el tiempo. Alguien se apresuraba resbalando por la acera helada, otro reía con el móvil pegado a la oreja, y otro se quedaba mirando una vitrina decorada con luces navideñas. La vida fluía, bulliciosa, viva, indiferente, pasando a su lado como el tren que se marcha mientras ella está en el andén sin atreverse a subir.
Él no escribió.
Sin embargo, tomó una escoba y barrió el suelo, aunque el polvo escaseaba. Llamó a su tía y escuchó historias de la casa de campo, del vecino, de una nueva receta de tarta. Roció el cactus viejo, vigilando que no se tornara amarillento. Reservó una cita médica, esa cosilla que había pospuesto meses. Revisó los recibos; todo estaba pagado, y marcó una casilla en su agenda. Lavó la manta, añadiendo un poco más de aromatizante para que la casa oliera a algo cálido y vivo.
Al atardecer encendió la luz en todas las estancias, no por miedo a la oscuridad, sino porque la casa le parecía viva; sus ventanas brillaban, reflejándose en el asfalto mojado, como susurrando: aquí hay alguien. Aquí hay vida.
Mencía se miró en el espejo del cristal y pensó: «Él no escribió. Pero yo existo». No era una excusa, ni un desafío, sino una verdad silenciosa. Como una vela que enciendes no para otro, sino para ti mismo, para recordar que aún estás aquí.







