Él no escribió

Ayer por la mañana Cruz García subió el volumen del móvil al máximo, por si acaso. En el fondo sabía que él no le contestaría. Esa sensación le resultaba tan inevitable como el preámbulo de una tormenta: densa, segura, como el aire que se espesa antes del aguacero. Pero, aun así, activó el sonido. La esperanza para ella era como una vieja cicatriz: duele, pero no se desprende.

Se recogió el pelo en un moño descuidado, pero con la sutil precisión de quien quiere que parezca natural y a la vez bonito. Se puso el abrigo verde oscuro, ese mismo que una vez él le dijo que la hacía parecer un bosque de otoño. Desde entonces lo había dejado en el armario, pero hoy lo sacó de nuevo. Se pintó los labios de rojo carmesí, demasiado llamativo para una caminata matutina hacia la farmacia y la panadería.

En la farmacia de la calle de Alcalá el bullicio era constante: alguien tosía ásperamente en una esquina, otro regateaba el precio de los medicamentos, y algunos permanecían inmóviles, cambiando de un pie al otro. El aire olía a hierbas y a algo cortante, a medicina. Cruz tomó las vitaminas que él le había recomendado hacía tres años, cuando aún compartían café cada mañana. Sostuvo el sobre, leyendo la letra diminuta. La fecha de caducidad indicaba hasta el otoño que viene, como si el tiempo también se contara dentro de esa caja.

En la panadería San Ildefonso todo seguía como siempre: un joven con tatuaje en la muñeca atendía el mostrador, el aroma a pan recién horneado y a canela llenaba el espacio, y la música de un viejo altavoz sonaba a bajo volumen. Cruz compró un croissant de frambuesa, el mismo que él había llamado el sabor de la mañana mientras se limpiaba las migas del mentón con una sonrisa. Se llevó dos: uno para el té de casa, como antes, cuando la vida era más sencilla; el otro, sólo por el gesto, como un pequeño fragmento del pasado que se puede guardar en el bolsillo.

Al volver a su piso, se quedó paralizada. El silencio se cernía sobre la estancia, denso como el polvo que se posa sobre los libros antiguos. El aire parecía inmóvil, temeroso de mover la gota más pequeña. El móvil yacía sobre la ventana, pantalla hacia abajo, como avergonzado de su mirada. No había mensajes ni llamadas. Era como si el mundo decidiera pasar de largo sin notarla, como si ella se hubiera convertido en sombra disuelta bajo la grisácea luz de la mañana.

Encendió la tetera, se quitó el abrigo despacio, como temiendo romper la quietud. Colocó los zapatos junto a la puerta, acomodó el cuello del abrigo en el perchero. Sintonizó la radio antigua; la voz del locutor hablaba de atascos, de una nevada que se avecinaba y de la exposición del museo municipal. Todo sonaba apagado, como bajo el agua. Tomó un sorbo de té, demasiado caliente, casi quemante, pero lo tragó sin hacer muecas. Se acercó a la ventana y apoyó la frente contra el vidrio frío.

Afuera caía nieve fina, punzante, que se posaba sobre paraguas, bufandas y el asfalto para luego fundirse en el aire. Un joven padre, en el parque oscuro, ajustaba la gorra de su hijo con la ternura que sólo los años pueden dar. Los ancianos caminaban apoyados el uno en el otro, como si sus manos se hubieran fundido con el tiempo. Algunos se apresuraban resbalando por la acera helada, otros reían mirando la pantalla del móvil, y otros se detenían ante el escaparate adornado con luces navideñas. La vida seguía su curso, ruidosa, vibrante, indiferente, pasando junto a ella como el tren que se marcha mientras ella duda en subir al andén.

Él no escribió.

Sin embargo, ella barrió el suelo con una escoba, aunque el polvo era escaso. Llamó a su tía y escuchó relatos de la finca, del vecino, de una nueva receta de tarta. Riegó el viejo cactus, verificando que no hubiera amarilleado. Solicitó una cita médica, ese pequeño trámite que había pospuesto durante meses. Revisó los recibos; todo estaba pagado, y marcó una casilla en su agenda. Lavó la manta, añadiendo un poco más de suavizante para que la casa oliera a algo cálido y vivo.

Al caer la tarde encendió la luz en todas las habitaciones, no por miedo a la oscuridad, sino porque el hogar le parecía más vivo así; sus ventanas brillaban, reflejándose en el asfalto mojado, como susurrando: aquí hay alguien. Allí había vida.

Cruz se miró en el cristal y pensó: «Él no escribió. Pero yo existo». No era una excusa ni un reto, sino una verdad silenciosa. Como una vela que se enciende no para los demás, sino para uno mismo, para recordar: todavía estás aquí.

Rate article
MagistrUm
Él no escribió