Él No Es Mi Hijo

**Él No Es Mi Hijo**

No es mi hijo, declaró con frialdad el millonario, su voz resonando en el atrio de mármol. Recoge tus cosas y vete. Los dos. Señaló la puerta. Su esposa apretó al bebé contra su pecho, los ojos llenos de lágrimas. Si tan solo él supiera

Afuera, la tormenta reflejaba el caos que reinaba dentro. Leonor permaneció inmóvil, los nudillos blancos al aferrar al pequeño Javier. Su marido, Alejandro Mendoza, magnate bilionario y cabeza de la familia Mendoza, la miraba con una furia nunca vista en sus diez años de matrimonio.

Alejandro, por favor, susurró Leonor, la voz temblorosa. No entiendes lo que dices.

Lo entiendo perfectamente, replicó él. Ese niño no es mío. Me hice la prueba de ADN la semana pasada. Los resultados son claros.

La acusación dolió más que un golpe. Las rodillas de Leonor casi cedieron.

¿Te hiciste la prueba sin decírmelo?

No tuve opción. No se parece a mí, no actúa como yo. Y no podía seguir ignorando los rumores.

¿Rumores? Alejandro, ¡es un bebé! ¡Y es tu hijo! Te lo juro por todo lo sagrado.

Pero Alejandro ya había tomado su decisión.

Tus cosas serán enviadas a la casa de tu padre. No vuelvas aquí. Nunca.

Leonor se quedó un instante, esperando que fuera otro arrebato pasajero, de esos que olvidaba al día siguiente. Sin embargo, la frialdad en su voz no dejaba lugar a dudas. Dio media vuelta y salió, los tacones resonando en el mármol mientras un trueno retumbaba sobre la mansión.

Leonor había crecido con humildad, pero entró en un mundo de privilegios al casarse con Alejandro. Elegante, discreta, inteligente, todo lo que las revistas celebraban y la alta sociedad envidiaba. Pero nada de eso importaba ahora.

Mientras la limusina la llevaba junto a Javier de vuelta al pueblo de su padre en Castilla, su mente no paraba. Había sido fiel. Amó a Alejandro, estuvo a su lado cuando los mercados colapsaron, cuando la prensa lo destrozó, incluso cuando su madre la despreció. Y ahora, la echaba como a una desconocida.

Su padre, Francisco Gutiérrez, abrió la puerta, los ojos muy abiertos al verla.

Leonor, ¿qué ha pasado?

Ella se desplomó en sus brazos. Dice que Javier no es suyo Nos ha echado.

La mandíbula de Francisco se tensó. Pasa, hija mía.

En los días siguientes, Leonor se adaptó a su nueva vida. La casa era pequeña, su antigua habitación casi intacta. El bebé, ajeno a todo, jugueteaba y balbuceaba, dándole momentos de alivio.

Pero algo la inquietaba: la prueba de ADN. ¿Cómo podía estar mal?

Desesperada, fue al laboratorio donde Alejandro se había hecho la prueba. Tenía contactos y favores pendientes. Lo que descubrió la heló la sangre.

La prueba había sido manipulada.

Mientras, Alejandro estaba solo en la mansión, atormentado por el silencio. Se convencía de haber hecho lo correcto no podía criar al hijo de otro. Pero la culpa lo corroía. Evitaba el cuarto de Javier, hasta que la curiosidad pudo más. Al ver la cuna vacía, la jirafa de peluche y los pequeños zapatos en el armario, algo dentro de él se rompió.

Su madre, Doña Isabel, no ayudaba.

Te lo dije, Alejandro, comentó, tomando el té. Esa Gutiérrez nunca estuvo a tu altura.

Hasta ella se sorprendió cuando Alejandro no respondió.

Pasaron los días. Una semana.

Entonces llegó una carta.

Sin remitente. Una hoja y una fotografía.

Las manos de Alejandro temblaban mientras leía.

Alejandro,
Te equivocaste. Completamente.
Quisiste pruebas aquí las tienes. Encontré los resultados originales. La prueba fue falsificada. Y esta foto, hallada en el despacho de tu madre Sabes bien lo que significa.
Leonor.

La verdad cayó como una losa. Había visto esa foto antes su madre y el gestor de la fortuna, juntos en una intimidad reveladora. Ahí estaba el motivo de la manipulación. La herencia disputada, amenazada por un heredero legítimo. Todo su orgullo, su ira, habían sido usados como armas para arrebatarle a su hijo. La carta de la única mujer que lo amó de verdad le reveló el precio de la desconfianza y el silencio. La mayor riqueza, aprendió tarde, no se mide en cuentas bancarias, sino en quienes nos aceptan por completo, en las verdades que elegimos compartir. El eco de las palabras de Leonor fue el sonido más ensordecedor en la mansión ahora vacía un clamor que lo perseguiría, recordándole la familia que destruyó por un orgullo ciego. Algunas dudas, cuando no se aclaran, se convierten en tormentas que arrasan con todo.

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