El niño vecino es idéntico a mi esposo de joven. Luego descubrí por qué…

El niño del vecindario era la viva imagen de mi marido de pequeño. Y luego descubrí por qué…

Cuando mi esposo, Rodrigo, y yo por fin nos mudamos a nuestro piso, parecía que la vida comenzaba de verdad. Habíamos tardado en decidirnos por una hipoteca, pero al final nos arriesgamos: queríamos estabilidad, un segundo hijo, y para eso necesitábamos más espacio que un minúsculo alquiler. Ahora tocaba apretarse el cinturón, pero al menos teníamos un hogar propio, nuestro nido. Y, sobre todo, la certeza de que todo saldría bien.

Yo, Lucía, estaba sumergida en la rutina. La pequeña Martina, con los dientes saliendo, me exigía atención constante, y en los ratos libres intentaba poner orden en el piso nuevo—colgando cortinas, acomodando platos y libros. Con los vecinos apenas había cruzado palabra, pero por las ventanas y las risas infantiles se notaba que había muchas familias jóvenes.

Una tarde, asomada al balcón, vi a Rodrigo volver del trabajo, hablando animadamente con una mujer desconocida. Ambos sonreían. Algo se me encogió por dentro. No soy celosa, pero aquello me inquietó. Cuando entró en casa, pregunté con voz tranquila:

—¿Quién era esa?

—Ah —se encogió de hombros—, una vecina. Hablamos de trabajo, nada más.

Cambió de tema y yo intenté olvidarlo. Pero algo se quedó clavado.

Días después, volví a verla sentada en un banco del parque, vigilando a un niño de unos seis años. Al principio no le di importancia, pero luego no pude apartar la mirada del pequeño. Había algo… familiar en él. Los rasgos, los gestos, incluso la mirada.

Martina lloró y me distrajo, pero la idea no me abandonó. En casa, rebuscando en una caja de fotos, encontré una de Rodrigo de niño. Casi la misma edad que aquel chiquillo. Me faltó el aire. Ese niño era idéntico a mi marido de pequeño.

El corazón me latía con fuerza. No lo creía, pero tampoco podía ignorarlo. La rabia, el miedo, la decepción bullían dentro de mí. Fui directa al grano con Rodrigo. Él vaciló. Y entonces… estallé. No quise oír explicaciones. Grité que era un traidor, que había destrozado nuestra familia, que me había humillado…

Rodrigo salió sin decir nada.

Una hora después, regresó. No solo. Con él estaba esa mujer. Me quedé paralizada—ahora, encima, traía a su amante para justificarse, como en un culebrín barato. Me preparé para el drama.

Pero él, sereno, dijo:

—Ella es Silvia. Una vieja amiga. Por favor, escucha.

No quería. Pero habló. Y con cada palabra, algo se desmoronaba dentro de mí.

Resultó que su marido, Javier, era estéril. Hacía siete años, desesperados por ser padres, optaron por la fecundación in vitro. Pero no quisieron un donante desconocido, así que recurrieron a Rodrigo—un amigo sano, de confianza.

Él se negó al principio, pero al final accedió. Silvia logró el embarazo a la primera. El niño nació sano. Se llamaba Mateo.

—Mi marido y yo te estaremos eternamente agradecidos —dijo ella—. Pero decidimos que Rodrigo no formaría parte de su vida. Es nuestro hijo. Siempre supo quién era su padre. Y ahora… el azar nos ha hecho vecinos.

Mostró informes médicos, documentos de la clínica, incluso el consentimiento firmado por Javier, que llegó poco después y confirmó cada detalle. Eran una familia sólida, y Mateo era su hijo, no un “experimento biológico”.

No supe qué decir. El ruido en mi cabeza era ensordecedor. La rabia se esfumó, dejando un vacío extraño.

Pasó tiempo. Nos hicimos amigos. Mateo juega con Martina, casi como hermanos. Lo miro y veo el parecido con Rodrigo, pero ya sin dolor. Solo como un eco lejano del pasado.

A veces la vida te lanza giros que cortan la respiración. Lo importante es no precipitarse. Y saber escuchar. Incluso cuando solo quieres gritar.

Rate article
MagistrUm
El niño vecino es idéntico a mi esposo de joven. Luego descubrí por qué…