El niño gritó que en el ataúd no estaba su madre: al principio, todos pensaron que era por el dolor, hasta que abrieron el ataúd.

El niño gritaba que en el ataúd no estaba su madre: al principio todos pensaron que era por el dolor, hasta que lo abrieron.
Aquel día estaba cubierto por una niebla gris, como si la naturaleza misma rindiera homenaje al duelo. Gente vestida de negro se congregaba lentamente en la iglesia, susurrando recuerdos de aquella mujer bondadosa y luminosa que pronto partiría para siempre. Todos decían que había muerto demasiado pronto, dejando atrás a un esposo amoroso y a un hijo de cuatro años.
El niño estaba junto a su padre, apretando un peluche de conejo. Sus labios temblaban, pero no lloraba. El sacerdote aún no había pedido a los presentes despedirse del difunto. De pronto, el pequeño estalló en llanto, soltándose del brazo paterno y gritando con todas sus fuerzas:
¡Esa no es mamá! ¡Mi mamá no está aquí! ¡No es ella! ¡Papá, no lo hagan! ¡Llévame con mamá!
Al principio, asumieron que era solo el dolor de un niño incapaz de comprender la muerte. Pero el pequeño siguió forcejeando, arrojándose contra el ataúd de madera entre sollozos:
¡No es ella! ¡Su cara es diferente! ¡No es mi mamá!
La gente comenzó a mirarse entre sí. El padre palideció, paralizado como si un rayo lo hubiera alcanzado. Algo en la voz de su hijo le heló la sangre. Conteniendo el horror, alzó una mano y con voz quebrada pidió detener la ceremonia.
Ábranlo susurró apenas audible.
Los empleados dudaron, pero al ver su expresión, accedieron. La tapa se levantó lentamente. Y entonces, presenciaron algo espantoso.
Silencio. Al abrirse el ataúd, un grito desgarró el aire. Algunos se taparon la cara, otros retrocedieron. Allí yacía una mujer. Pero no era ella.
Era otra. Sus rasgos eran distintos, y pese al maquillaje, era evidente: otra persona, aunque de cabello y complexión similares.
El padre se tambaleó, agarrando el borde del ataúd. Comprendió que su hijo no estaba loco. Tenía razón. Aquello era un error.
El escándalo estalló de inmediato. Una hora después, el forense confirmó lo impensable: hubo una confusión de cadáveres. Por negligencia, el cuerpo de la madre no estaba entre los preparados para el entierro.
Nadie sabía dónde estaba. Comenzó una búsqueda frenética. El personal del tanatorio revisó registros, etiquetas y testimonios, llamando a familias de otros difuntos.
Hallaron el cuerpo real seis horas después. Lo preparaban para cremarloen otra ciudad, en otro lugar. De no ser por el grito del niño, jamás la habrían vuelto a ver.

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El niño gritó que en el ataúd no estaba su madre: al principio, todos pensaron que era por el dolor, hasta que abrieron el ataúd.