El niño acercó su oído al ataúd de su madre y pronunció unas palabras que helaron a todos en la iglesia.

En la iglesia reinaba un silencio hondo, casi tangible. El aire olía a incienso, lágrimas y un dolor indescriptible. Las cabezas gachas, cada alma sumergida en su pena. El tiempo parecía paralizado.

De repente, pasos.

Descalzos, apagados.

Un niño de unos seis años se levantó. Sus movimientos titubeaban, pero su rostro era grave, como envejecido de golpe. Sin decir palabra, avanzó entre las bancas hasta quedar junto al féretro.

Se detuvo, aguardando permiso. Luego, despacio, apoyó su pequeña oreja en el pecho de su madre. Ningún sonido. Pero él escuchaba. Como si algo, más allá del silencio, pudiera responder.

Pasó un minuto. Quizás dos.

Bajos murmullos crecieron, un sollozo aislado. De pronto, el niño alzó la cabeza. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, reflejaban terror entremezclado con fe infantil. Se volvió a los presentes, miró fijamente al cura y dijo:

—Dijo: “No me despedí de ti…”

Todos se helaron. Las velas parecieron temblar.

Una mujer del fondo se desmayó. Alguien soltó el misal. El cura dio un paso hacia el niño, pero antes de que pudiera hablar, él añadió:

—Dijo que me espera… esta noche.

Un silencio sepulcral cayó.

Se llevaron al niño, insistiendo en que era su imaginación. Pero nadie durmió en paz aquella noche. Y durante la madrugada…

La vecina de abajo juró haber visto ascender por las escaleras la silueta de una mujer de luto, seguida por el niño.

Nunca más fueron vistos.

Y el féretro amaneció vacío.

Transcurridas tres jornadas tras el entierro. La casa de la madre y el niño permanecía clausurada. Los parientes rechazaron la custodia: demasiadas cosas les asustaron. Demasiadas cosas eran… incorrectas.

El niño se llamaba Teodoro. Callado y pensativo, desde la muerte de su padre apenas hablaba. Solo con su madre. Parecían comprenderse sin palabras. A veces, cuando ella dormía, él se sentaba junto a su cama, tocando su mano cual amuleto.

Ella lo era todo para él.

Cuando enfermó, nadie esperó un fin tan rápido. Se apagó en dos semanas. No de vejez, ni accidente. Como si algo la arrancara desde dentro. Los médicos dijeron: corazón. Pero Teodoro sabía que no solo.

Tras el entierro, lo acogió temporalmente una tía segunda. Aquella que jamás quiso a la madre de Teodoro y evitaba al niño. De noche, oía susurrarle en sueños. Una vez, de repente se incorporó y dijo:

—Está junto a la puerta. Pero no mires, no te llama.

La tía llamó al cura a la mañana siguiente.

Pero el cura, el mismo del sepelio, palideció al saber quién lo requería.

—Con ese niño… algo es distinto —musitó—. Mejor no perturbarlo. Rezad. Y cerrad bien por la noche.

Al cuarto día empezó lo verdadero.

El guarda del camposanto, el viejo Gabino, llegó a la iglesia despavorido.

—¡El féretro vacío! ¡No está! ¡Sin cuerpo ni ropas… como si jamás hubiera yacido!

El cura fue a constatarlo. La lápida intacta. Los candados seguros. El féretro, cerrado. Pero dentro…

—Vacío.

Al anochecer, los rumores se esparcieron. Decían que la madre de Teodoro no murió, sino que marchó a un lugar del que se puede volver. A medianoche, los niños oían una voz femenina tras las ventanas. Alguien vio en el huerto a una mujer de pelo largo y negro susurrando:

—¿Dónde está mi hijo?…

En pánico, la tía echó a Teodoro. Lo dejó en el portal del asilo parroquial y se fue sin volverse.

El anciano cura de la parroquia, el padre Baltasar, le dio cobijo en una celda junto a la suya. Había visto mucho en su vida, pero este caso…

—Aquí opera algo antiguo —dijo en voz baja, mirando a los ojos de Teodoro—. ¿Oíste su voz?

El niño asintió.

—Cada noche. Me llama. Dice que tiene frío y que algo quedó pendiente.

—¿Qué exactamente? —preguntó el cura.

Teodoro reflexionó. Luego murmuró:

—Juró que siempre estaría conmigo… incluso más allá.

La séptima noche, según el saber antiguo, los espíritus pueden volver si fueron arrancados de la vida contra su voluntad.

El padre Baltasar lo sabía. Por eso veló.

El reloj parroquial tocó medianoche.

Viento fuerte comenzó fuera. Las velas de las celdas se apagaron una tras otra, como si una mano intencionada las sofocara.

En ese instante, Teodoro desapareció.

La puerta de la celda estaba cerrada por dentro. Atrancada. Sin rastros, sin ruido, sin ventana. Simplemente ya no estaba.

El cura, con un hachón, corrió hacia la iglesia.

Allí, ante el altar desnudo, de rodillas, vio al niño.

Y frente a él, de pie, estaba ella.

Con vestiduras negras, pelo sobre los hombros, rostro inerte pero ojos llorosos.

—He vuelto —dijo la mujer— para llevarlo donde el dolor no alcanza.

—Ese no es tu camino —replicó el cura—. Perturbas la paz arrebatando a un vivo.

Ella se giró lentamente hacia él.

—Es parte de mí. Juré protegerlo. Ni la muerte pudo romper mi juramento.

—Pero tu senda concluyó —insistió el cura—. Libera al niño.

La mujer miró a Teodoro. Él levantó la cabeza y, por primera vez, sonrió.

—No temo —dijo—. Con ella, estoy en casa.

Entonces, el suelo de la iglesia tembló. El aire oscureció y todo se desvaneció —luz, sonido, espacio.
Y mientras el viento llevaba desde la vieja iglesia del pueblo el eco de una canción de cuna olvidada, aquel niño recién nacido cerró sus pequeños puños, como si sostuviera para siempre el secreto de una promesa más fuerte que la tumba.

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El niño acercó su oído al ataúd de su madre y pronunció unas palabras que helaron a todos en la iglesia.