La pared resultó ser de arena
Al terminar el noveno curso, Marisela se había redondeado, y ya muchos chicos, incluso hombres jóvenes, se quedaban mirando a aquella chica esbelta y elegante. En el pueblo todos conocían y respetaban a sus padres. Su madre, Ana, era la encargada de la oficina de correos, y su padre, Juan, mecánico. Su casa era grande; al principio, sus padres pensaron que tendrían una familia numerosa, por eso la construyeron así. Pero solo nació Marisela, y Ana no pudo tener más hijos.
—Marisela —llamó su madre—, ve al patio a tender la ropa, acabo de lavarla.
—Sí, mamá, ahora voy…
Era un verano abrasador. Marisela, con un vestidito corto, salió de casa con el cubo de la ropa y se dirigió hacia la cuerda tendida en el patio.
En el pueblo todos conocían a aquella muchacha hermosa y alocada, de carácter ardiente y atrevido. A sus dieciséis años, había florecido, y ya miraba a los hombres con ojos calculadores.
—Vaya hija tiene Juan, de repente se ha convertido en una belleza —comentaban las mujeres del lugar, siguiéndola con la mirada—. Le va a volver la cabeza a más de uno.
Mientras colgaba la ropa, su mirada se posó en Simón, sentado en un banco bajo el árbol, fumando sin apartar los ojos de ella. Era amigo de su padre. Juan lo había llamado, junto a Paco, para ayudar a colocar los adoquines del jardín. Él entró en casa a buscar la jarra de vino, los hombres tenían sed, y Paco cargaba arena con un cubo.
Marisela lanzó una mirada a Simón por encima del hombro, tan provocadora que el hombre casi se atragantó con el humo. Después, sin prisa, se inclinó, arqueándose como un ciervo, y colgó una toalla grande.
—Marisela, qué está haciendo, moviéndose así delante de mí —pensó él—. Como si quisiera tentarme.
Pero ella no tenía intención de terminar el espectáculo. Al acabar, se sentó junto a él, y a Simón le subió la sangre a la cabeza, golpeándole en las sienes.
—¿Qué pasa, tío Simón, hace calor hoy? —preguntó, acercándose aún más.
—Sí, Marisela, sí, esto es un horno —respondió, secándose el sudor que brotaba en su frente.
—Ya veo, estás muy moreno —sonrió ella.
—Es que soy moreno de por sí, no me he puesto al sol —contestó orgulloso, pero contenido.
Luego alzó la vista y la miró fijamente, entrecerrando los ojos por el sol. Cruzó los brazos, dando a entender que la conversación había terminado. Era una cría, ¿qué hacía coqueteando con él? Además, era hija de su amigo. En ese momento, Juan apareció con el vino y las tazas.
—Paco, ven a tomar algo, que hoy abrasa —dijo—. Descansa un poco. Terminaremos al anochecer, menos mal que empezamos temprano.
Marisela se levantó y entró en casa. Simón la siguió con la mirada, oculta bajo sus párpados. Nadie sabía lo que bullía dentro de él.
Simón tenía treinta y cuatro años y seguía soltero. Un hombre atractivo, bien plantado, fuerte, de piel morena y ojos castaños, con manos rudas. Muchas chicas del pueblo suspiraban por él, pero nunca encontró a la mujer con la que quisiera casarse.
Al atardecer, cuando el cielo se tiñó de rosa, Simón salió de la ducha que Juan había improvisado en el jardín. Le gustaba escuchar el canto de los pájaros y disfrutar del silencio. Paco ya estaba en el porche con Juan, y Ana ponía la mesa; había que alimentar a los trabajadores.
Simón salió en calzoncillos, sin secarse bien, y se quedó paralizado al ver a Marisela frente a él.
—¿Me estás siguiendo o qué? —preguntó, serio.
—No sabía que estabas aquí —respondió ella, moviendo los hombros con coquetería.
—Mira, Marisela, eres demasiado joven. Deja de jugar conmigo.
—¿Demasiado joven para qué? —replicó, poniendo las manos en las caderas y desafiándolo con la mirada—.
—Marisela, te habrás achicharrado al sol, te digo que eres una niña…
Pero ella era lista y no se rendía.
—Quizá quiero casarme contigo.
Simón se quedó helado, mirando alrededor.
—¿Casarte? ¡Si eres menor de edad! ¡Aléjate de mí!
No se quedó a cenar, excusándose con asuntos pendientes, y Juan se sorprendió por la prisa con que su amigo se marchó. Marisela entró en casa.
Pasó el tiempo. Simón sufría por su amor hacia Marisela, pero sabía que era inalcanzable. Para distraerse, empezó un romance con Verónica. Ella estaba loca por él y solo esperaba su oportunidad. A sus veintinueve años, creía que se le escapaba el último tren.
Pero entonces Marisela volvió al pueblo, ya graduada. La chica alocada se había convertido en una belleza imposible de ignorar. No se quedó en la ciudad, aunque todos pensaban que allí encontraría marido.
—Hola, tío Simón —dijo con una voz más dulce y femenina.
—Hola, Marisela. Vaya, qué guapa estás —sonrió él, desconcertado—. ¿Tu padre está en casa?
—Ya soy mayor de edad. Cumplí dieciocho hace tres meses —respondió, mirándolo a los ojos.
A partir de ese día, el remolino del amor los arrastró. Se veían a escondidas, pero en el pueblo no hay secretos.
Verónica no tardó en difamar a Marisela por todo el pueblo.
—Esa zorra me robó a Simón —gritaba.
Cuando Juan y Ana se enteraron, quedaron atónitos.
—Simón es mucho mayor que ella —protestó Juan—. Pero al menos lo conocemos.
La boda fue alegre y bulliciosa. Vivieron felices, aunque sin hijos. Simón la celaba demasiado, pero ella disfrutaba de su atención.
Hasta que llegaron las pruebas. Apareció en el pueblo un joven técnico, Constantino, y Marisela perdió la cabeza. Él la sedujo con promesas de una vida en la ciudad.
Una noche, mientras Simón trabajaba, ella huyó con Constantino.
Cuando Simón encontró su nota, se hundió en la bebida. Verónica aprovechó para acercarse, pero él solo pensaba en Marisela.
Mientras, en casa de sus padres, todos la criticaban. Solo la abuela Matilde la defendía.
—¿Quién de vosotros no ha pecado? —decía.
La vida en la ciudad no fue como soñó. Constantino tenía deudas y vivían en una habitación llena de cucarachas. Una vecina le abrió los ojos.
—¿Crees que este te llevará a algún lado? —le dijo.
Una mañana, Marisela tomó el autobús de vuelta.
Era otoño, lloviznaba. Simón, aún medio borracho, la vio en la puerta.
—Perdóname —susurró ella.
Él no la abrazó, pero tampoco la echó. Encendió la chimenea y se quedó en silencio.
Pasaron días sin hablar. Hasta que, una tarde, Simón la vio con la maleta. Algo se rompió dentro de él.
—No te vayas —dijo, tomándola de las manos—. He sufrido mucho sin ti. Había una pared entre nosotros, pero ahora veo que era de arena.
Marisela se abrazó a él. Era su Simón, el único. Nunca lo olvidaría.
Ese día lluvioso, algo