La pared resultó ser de arena
Al terminar el noveno curso, Mariana había florecido, y ya muchos chicos, e incluso hombres jóvenes, se quedaban mirando a aquella muchacha esbelta y elegante. En el pueblo todos conocían y respetaban a los padres de Mariana. Su madre, Ana, era la directora de la oficina de correos, y su padre, Juan, era mecánico. Tenían una casa grande, porque al principio pensaron que tendrían muchos hijos, pero solo nació Mariana.
—Mariana —llamó su madre—, ven a tender la ropa recién lavada.
—Sí, mamá, ahora voy…
Era un verano abrasador. Mariana salió al patio con un barreño de ropa húmeda, vestida con un vestido corto, y se dirigió hacia la cuerda de tender.
En el pueblo todos conocían a aquella chica hermosa y temperamental, de carácter ardiente y atrevido. A los dieciséis años ya había florecido, y ella misma empezaba a mirar a los hombres con cierto interés.
—Vaya con la hija de Juan —comentaban las vecinas—, de repente se ha convertido en una belleza. Le va a volver loco a más de uno.
Mientras colgaba la ropa, Mariana vio a Simón sentado en un banco bajo el árbol, fumando y mirándola fijamente. Era amigo de su padre. Juan lo había llamado, junto a Nicolás, para ayudarle a colocar losetas en el camino del jardín. Juan había entrado en casa a por la limonada, mientras Nicolás cargaba arena en un cubo.
Mariana lanzó una mirada a Simón por encima del hombro, tan intensa que él casi se atragantó con el humo. Luego, sin prisa, se inclinó, arqueándose como un ciervo, y colgó una toalla grande.
—Vaya, Mariana, ¿qué está haciendo? —pensó Simón—. Parece que me está tentando.
Pero ella no tenía intención de parar. Cuando terminó, se sentó a su lado, y a Simón le latieron las sienes con fuerza.
—¿Qué pasa, tío Simón? ¿Hace mucho calor hoy? —se acercó un poco más.
—Sí, Mariana, mucho —respondió él, secándose el sudor de la frente.
—Ya veo, estás muy moreno —sonrió ella.
—Es que soy moreno de por sí —contestó él, orgulloso pero contenido.
Luego levantó la mirada y la observó, entrecerrando los ojos por el sol. Cruzó los brazos, dando a entender que la conversación había terminado. Mariana era demasiado joven, y además, la hija de su amigo. En ese momento, Juan salió con la limonada.
—Nicolás, ven a beber algo —llamó—. Hoy terminamos antes del anochecer.
Mariana se levantó y entró en casa. Simón la siguió con la mirada, sin que nadie supiera lo que sentía.
Simón tenía treinta y cuatro años y aún no se había casado. Era un hombre atractivo, fuerte, de ojos oscuros. Muchas chicas del pueblo suspiraban por él, pero nunca había encontrado a la mujer adecuada.
Al atardecer, Simón salió de la ducha que Juan tenía en el jardín. Le gustaba escuchar el canto de los pájaros. Nicolás y Juan ya estaban en el porche, y Ana preparaba la cena para los trabajadores.
Simón, en calzoncillos, se secaba los ojos cuando vio a Mariana frente a él y se quedó paralizado.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó serio.
—No sabía que estabas aquí —respondió ella, coqueta.
—Mariana, eres demasiado joven. Deja de jugar conmigo.
—¿Demasiado joven para qué? —replicó ella, con las manos en las caderas.
—Para esto —dijo él—. Eres una niña.
Pero ella no se rendía.
—Quizá quiero casarme contigo.
Simón se quedó mudo.
—¿Casarte? ¡Ni siquiera eres mayor de edad!
Se marchó antes de la cena, excusándose con asuntos pendientes. Mariana entró en casa, pensando en él. Le gustaba desde hacía tiempo, y esperaba con impaciencia cumplir los dieciocho. Pronto empezaría sus estudios en la ciudad y solo volvería los fines de semana.
Mientras tanto, Simón sabía que el tiempo pasaba. No podía dormir, con la imagen de Mariana en la mente. Para distraerse, empezó una relación con Verónica, que llevaba años esperando su oportunidad.
Pero cuando Mariana regresó al pueblo, terminados sus estudios, Simón volvió a sentir aquel golpe en el corazón.
—Hola, tío Simón —dijo ella con voz dulce.
—Hola, Mariana. Qué guapa estás —sonrió él, nervioso.
—Ya soy mayor de edad —dijo ella, mirándolo fijamente—. Hace tres meses cumplí dieciocho.
A partir de ese día, comenzó un torbellino de amor. Se veían a escondidas, pero en un pueblo los secretos no duran mucho. Verónica no tardó en llenar el pueblo de rumores, acusando a Mariana de quitárselo.
Cuando Juan y Ana se enteraron, al principio se indignaron, pero luego aceptaron la situación.
—Simón es un buen hombre —dijo Juan—. Si se quieren, ¿qué podemos hacer?
La boda fue alegre y bulliciosa. Los recién casados eran felices. Vivían en la casa de Simón, donde Mariana puso orden.
Pasaron casi dos años de armonía, aunque sin hijos. Simón era celoso, pero Mariana se reía de ello.
—Ya sabías con quién te casabas —decía ella.
Pero llegaron las pruebas. Un día apareció en el pueblo Constantino, un joven técnico de la capital, encantador y lleno de sueños. Mariana cayó bajo su hechizo.
—Con tu marido nunca saldrás de este pueblo —le susurraba él—. Nosotros podríamos viajar, vivir aventuras…
Una noche, mientras Simón trabajaba, Mariana juntó sus cosas y se fue con Constantino.
Cuando Simón encontró la nota —”He amado a otro, perdóname”—, se hundió en el alcohol. Verónica intentó consolarlo, pero él solo pensaba en Mariana.
Mientras tanto, la vida en la ciudad no fue como Mariana esperaba. Constantino vivía en una habitación pequeña, llena de cucarachas, y estaba endeudado. Una vecina le abrió los ojos.
—¿Qué te ha prometido? No tiene nada.
Esa misma noche, Mariana lloró en silencio y decidió volver con Simón.
Era otoño, y una llovizna fina caía cuando Mariana llegó a la casa. La puerta estaba abierta. Simón, aún con resaca, la vio entrar.
—Perdóname —susurró ella.
Él no la abrazó, pero tampoco la echó. Encendió la chimenea y se sentó en el porche, fumando en silencio.
Días pasaron sin que hablaran. Hasta que una mañana, viendo a Mariana con la maleta, algo cambió en Simón.
—No te vayas —dijo, tomándola de las manos—. He sufrido mucho sin ti. Sentía como si hubiera una pared entre nosotros, pero ahora veo que era de arena. Se ha desmoronado.
Mariana se abrazó a él, llorando. Era su Simón, el único que amaba.
Aunque la herida tardó en sanar, con el tiempo volvieron a ser felices. Y esa primavera, Mariana le dio la mejor noticia: pronto serían padres.