**El misterio del sótano: un drama de riqueza inesperada**
En el tranquilo pueblo de Costaverde, donde el viento salado del mar se mezcla con el aroma de los pinares y las casas antiguas guardan ecos del pasado, Diego y Lucía, recién casados, se instalaban en su nuevo hogar. Empezaron con la limpieza, deseando dar vida a aquellas paredes viejas. Diego bajó al sótano para ordenarlo. Sacó decenas de tarros de mermelada y encurtidos, silbando sorprendido.
—Lucía, ¿tus padres comen tantos pepinillos en vinagre? —gritó hacia arriba.
—¡¿Para qué quieren tanto?! —exclamó su esposa, abriendo las manos.
Diego organizó el sótano y, al día siguiente, se ocupó del segundo, el que estaba bajo el taller del bisabuelo. Reinaba el caos. Mientras retiraba trastos, notó dos ladrillos sospechosos bajo una estantería. Los apartó y, tras ellos, encontró una caja metálica oxidada. El corazón le latió con fuerza. Al abrirla, se quedó helado, sin creer lo que veía.
El último año había sido intenso para Diego. Terminó la universidad, se casó con Lucía —ambos estudiaron Económicas—. Trabajaban en un supermercado, ahorrando para la boda. Celebraron por todo lo alto, pero surgió la pregunta: ¿dónde vivir? En el pueblo vivía su abuela, que cuidó hasta el final de su padre, el bisabuelo de Diego, quien llegó a los 92 años. Los padres de Diego decidieron llevarse a la abuela y regalarles la casa a los jóvenes. Estaban encantados: era amplia y sólida. Al firmar la donación, la abuela dijo con misterio:
—Tu bisabuelo tuvo mucho dinero, aunque luego se volvió un poco excéntrico. Pero hasta el final seguía ocupándose del hogar.
—Abuela, ¿a qué viene eso? —preguntó Diego.
—Mira bien todo, nieto. Quizá encuentres un tesoro.
—¿Un tesoro? —se rio él.
—¡No te burles! Hace años, cuando su memoria fallaba, encontramos un escondite. Con eso, tus padres compraron un piso y un coche. Pero algo me dice que no fue el último…
Se mudaron y se pusieron manos a la obra. Gastaron todos sus ahorros en reformas, sin dinero para muebles nuevos. Diego, manitas, arregló los muebles viejos del bisabuelo. Luego, se centró en los sótanos: uno bajo la casa y otro bajo el taller. El primero lo limpió rápido, pero el segundo era un desastre. Estanterías podridas, tarros rotos, un olor pesado. Mientras sacudía el polvo, vio los ladrillos extraños. Tras ellos, la caja oxidada. Al abrirla, gritó: ¡dólares! Diez fajos de diez mil cada uno.
Corrió a casa, cerró la puerta:
—¡Lucía, mira lo que encontré!
—¡Dios mío! —Ella se tapó la boca—. ¿Cuánto es?
—La abuela tenía razón —susurró él—. Los escondió y se olvidó.
Pero los billetes eran viejos, salvo dos fajos. Lucía investigó en el ordenador: algunos bancos los cambiaban, con comisión.
—Aunque sea, veinte mil nos sirven para montar algo —dijo él.
—¿Aquí en el pueblo? ¡Queríamos abrir una tienda en la ciudad!
—Primero averigüemos sobre estos billetes. No vaya a ser que haya problemas.
—Y si todo sale bien —añadió Diego—, debemos compartirlo con nuestros padres y la abuela. Gastaron mucho en la boda. También pondremos una lápida digna al bisabuelo.
Al llegar el sábado, los padres y la abuela vinieron a ayudar con la huerta. Diego los reunió:
—Abuela decía que podía haber un tesoro. Encontramos dólares, pero antiguos.
Al ver los fajos, todos enmudecieron.
—Es vuestro —dijo la abuela.
—No, os daremos parte —insistió Diego, repartiendo billetes—. Y haremos algo por el pueblo.
Pasaron dos años. En Costaverde surgió una granja. El dinero no bastó, pidieron un crédito, pero el negocio floreció. Desde el principio, destinaron el 10% de las ganancias a caridad. Para entonces, ya habían tenido un hijo, la alegría de toda la familia.