El misterio del abrigo

Todo por culpa del abrigo

Lucía estaba sentada frente al ordenador, pero no miraba la pantalla, sino la ventana. Los últimos días cálidos de septiembre. Y ni siquiera pensaba en eso, sino en cómo gastar el inesperado bonus que había recibido.

“Antoñito necesita zapatillas nuevas. El niño está creciendo como la espuma, y todo se le queda pequeño en un abrir y cerrar de ojos. Y una chaqueta también haría falta, pero para primavera ya le quedará pequeña. Mejor ahorrar para las vacaciones y, por fin, ir a la playa el próximo verano…” Pero en ese momento entró Claudia al despacho, interrumpiendo los pensamientos de Lucía.

—¿Qué te parece? Mira. ¡Me he comprado un abrigo nuevo! ¿Me queda bien, verdad? Carísimo, pero valía la pena. —Abrió los brazos, mostrando su adquisición—. ¿Y bien?

—¿Y botas nuevas también? ¿De ante? —preguntó Ana, la compañera de Lucía—. Con la lluvia y las calles como están, en dos días se te deshacen.

“¿Y si yo también me compro un abrigo nuevo? No, en serio. Llevo cuatro años con el mismo. Pero mamá… Mamá no lo entenderá, me pondrá verde. Casi cuarenta años y sigo temiendo lo que dirá mamá. Podría permitírmelo, solo una vez en la vida. Además, no afectaría al presupuesto familiar. Me he ganado ese dinero. Puedo hacer lo que quiera con él. Claudia solo es cuatro años menor, pero parece diez. Claro, ella no tiene un hijo de diez años ni una madre estricta que aún me trata como a una niña tonta”, reflexionaba Lucía, observando a Claudia con su moderno abrigo.

Mientras, las chicas discutían sobre algo.

—¡Venga ya! Qué envidia. Si llueve, me pongo las botas viejas. Sois un plomo. Voy a enseñárselo a las de contabilidad —dijo Claudia, ofendida, y se dirigió hacia la puerta.

—Clau, espera —la llamó Lucía—. ¿Dónde lo compraste?

—¿Te gustó? —Claudia volvió al escritorio de Lucía—. Toma. —Sacó del bolsillo una tarjeta de descuento de la tienda—. Ahí está la dirección y un buen descuento.

—Ay, solo preguntaba —murmuró Lucía, sin apartar los ojos de la tarjeta.

—Qué va, solo se vive una vez. Bueno, voy a seguir presumiendo —dijo Claudia, y salió volando del despacho, dejando la tarjeta sobre la mesa.

—Lucía, ¿en qué piensas? —preguntó Ana, asomándose tras su monitor.

—Hacía tiempo que necesitaba un abrigo nuevo. Con el bonus, quizá me lo compre.

Ana se encogió de hombros.

—Caro y poco práctico. Claudia tiene novio con coche. Tú irás en el metro a hora punta. Y tu madre… Ay, Lucía, ya verás cómo te echa la bronca con el abrigo y todo.

Las amigas se rieron al unísono.

—A ti te resulta fácil, tienes marido. Te compras cosas nuevas casi cada temporada. Yo siempre he comprado con lo que sobraba. Primero el piso, luego la comida, con Antoñito nunca hay suficiente, crece como un hongo. Y de lo que queda, intento sacar algo para mí. Y me alegro si puedo comprarme algo en rebajas —suspiró Lucía.

—Oye, ¿otra vez en babia? Pues no lo pienses más, ve a la tienda después del trabajo —dijo la sensata Ana—. Aunque te vistes como una señora mayor. Perdón. Claudia es una pizpireta, y los hombres caen como moscas. Pero tú eres guapa. Y tienes un corazón de oro. Si te vistes un poco, no te dejarán en paz. Es la pura verdad, la primera impresión cuenta. A los hombres les entra por los ojos. Y no escuches a tu madre. Date un capricho —Ana sonrió y se escondió tras su pantalla.

***

Lucía se casó tarde. Con una madre tan estricta, antigua profesora de matemáticas, era un milagro que lo hubiera hecho. Lucía siempre tuvo miedo de decepcionarla, fue alumna ejemplar.

Aunque se podía entender a su madre. La crió sola. Cuando Lucía no tenía ni cinco años, se divorció de su padre. Él empezó a beber demasiado. El dinero nunca alcanzaba, vivían con lo justo. De su padre no recibían manutención, sino lágrimas. A los cinco años, desapareció. Su madre intentó buscarlo, al fin y al cabo era una persona. Pero se esfumó, como si nunca hubiera existido. Quizá ni siquiera estuviera vivo. Desapareció junto con la pensión.

Lucía terminó la universidad con matrícula de honor, trabajaba, pero su vida amorosa no avanzaba. A los hombres les gustaba. Pero no le gustaban a su madre. Demasiado guapo, malacostumbrado al cariño femenino. Con ese, habría que vigilarlo toda la vida, por si se lo llevaban. O divorciado, sin casa. Vendría a su piso, lo empadronarían, ¿y si luego se divorciaban? ¿A repartir el piso?

Sus amigas ya se habían casado por segunda vez, los niños iban al colegio, y Lucía ni siquiera había tenido una relación seria. Hasta que conoció a un hombre que le gustó a su madre. Gusto o no, esta vez su madre decidió no entrometerse. El tiempo pasaba, y acabaría solterona. ¿Qué ganaba con eso? También quería nietos, se acercaba a la jubilación.

Después de la boda, Lucía se mudó con su marido, y pronto se quedó embarazada. Con el niño vinieron los problemas. El pequeño Antón no dormía bien, su marido no descansaba, y tras el trabajo no tenía prisa por volver a casa. Un día llegó y dijo que estaba harto, que amaba a otra.

Lucía tomó a Antoñito y regresó con su madre. Al principio esperó que su marido recapacitara, que los llevara de vuelta, pero ni siquiera contestaba al teléfono.

—Ya sabía yo que acabaría así, porque no entiendes nada de la gente. Demasiado ingenua, cualquiera te engaña… —su madre la regañaba sin parar, y ella callaba.
¿Qué podía decir? Si se defendía, acabarían discutiendo, como siempre. Y a Antoñito no le convenían los gritos.

Su madre adoraba a su nieto, y con el tiempo se calmó. Pero Lucía no podía dar un paso sin su consentimiento. De carácter tranquilo, evitaba los conflictos. Cuando Antón cumplió dos años, lo llevaron a la guardería, y Lucía volvió a trabajar.

Pero Antoñito empezó a enfermar a menudo. Su madre se jubiló y se quedó cuidándolo. El sueldo y la pensión apenas alcanzaban para los tres. Aun así, ahorraban poco a poco, para llevarlo a la playa, comer fruta fresca, tomar el sol. El niño era listo y cariñoso. Y por él, Lucía estaba dispuesta a aguantar casi todo.

***

Al llegar a las puertas de cristal de la lujosa tienda, donde se veían largas filas de ropa, se acobardó. Se quedó parada, sin atreverse a entrar. Pero si se iba ahora, probablemente no volvería. Lucía respiró hondo y abrió la puerta. Unos cascabeles sonaron suavemente sobre su cabeza.

Antes de que pudiera mirar alrededor, una joven se acercó.

—Buenos días. Acaba de llegar la nueva colección de abrigos de otoño-primavera, y tenemos descuentos en la del año pasado. ¿Qué busca: abrigos, chaquetas, cazadoras? —La mujer sonreía, como si no notara la timidez de Lucía ni su ropa modesta.

——Un abrigo. Necesito un abrigo —dijo Lucía, sonriendo también para ocultar su nerviosismo.

Y así, con un simple abrigo, su vida cambió para siempre.

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