El Regalo de la Vida
Me llamo Javier, y tengo 61 años. La vida ha sido un viaje lleno de alegrías y penas, pero ahora mismo, la soledad y la nostalgia se mezclan en mi día a día. Mi primera esposa falleció hace ocho años, después de una larga enfermedad que la fue consumiendo poco a poco. La cuidé hasta el último momento, y desde entonces, vivo solo, en silencio. Mis hijos, ya adultos y con sus propias familias, apenas vienen por casa. Una vez al mes, pasan, me dejan algo de dinero y medicinas, y se van corriendo. No les echo la culpa; cada uno tiene sus obligaciones. Pero en las noches de lluvia, cuando las gotas repiquetean en el tejado y el aire se cuela por las rendijas, me siento más solo que nunca.
El año pasado, mientras navegaba por Facebook, me encontré con Lucía, mi primer amor del instituto. Estaba loco por ella de joven. Tenía el pelo largo y suelto, los ojos negros como el carbón, y una sonrisa que iluminaba toda la clase. Pero justo cuando me preparaba para la selectividad, su familia la comprometió con un hombre diez años mayor, de Andalucía. Después de eso, perdimos el contacto.
Cuarenta años más tarde, el destino nos volvió a juntar. Supe que ella también era viuda; su marido había muerto cinco años atrás. Vivía con su hijo pequeño, pero él trabajaba en otra ciudad y casi no la visitaba. Al principio, solo intercambiábamos saludos. Luego, empezaron las llamadas. Después, los cafés por la tarde. Y sin darme cuenta, me veía conduciendo mi vieja moto hasta su casa cada pocos días, con una cesta de frutas, unos dulces y pastillas para los dolores de huesos.
Un día, medio en broma, le dije: «¿Y si dos almas viejas como nosotros se casaran? ¿No sería un alivio para la soledad?» Para mi sorpresa, sus ojos se llenaron de lágrimas. Me apresuré a decir que solo era una broma, pero ella sonrió dulcemente y asintió. Y así, a los 61 años, me volví a casar, con mi primer amor.
Capítulo 2: El Día de la Boda
El día de la boda, llevé un traje oscuro de lino. Ella vestía un sencillo vestido de seda color crema. El pelo recogido con cuidado, adornado con una pequeña horquilla de plata. Amigos y vecinos vinieron a celebrar. Todos decían: «¡Parecéis dos adolescentes enamorados!» Y la verdad, así me sentía.
Esa noche, después de recoger los restos de la cena, ya pasaban las diez. Le preparé un vaso de leche caliente y salí a cerrar la verja y apagar las luces del jardín. Nuestra noche de bodas algo que pensé que nunca volvería a vivir a mi edad por fin había llegado. Entré en la habitación. Ella estaba sentada en la cama, esperándome con una sonrisa tímida.
Me acerqué. Con manos temblorosas, le quité el vestido con cuidado Y entonces me quedé paralizado. Su espalda, sus hombros y sus brazos estaban llenos de marcas oscuras cicatrices viejas, profundas, como un mapa de dolor. Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.
Ella se cubrió rápidamente con la manta, con los ojos muy abiertos, asustada. Yo temblaba cuando le pregunté: «Lucía ¿qué te hicieron?» Ella se giró, con la voz quebrada: «En aquellos años él tenía muy mal genio. Gritaba me pegaba Nunca se lo conté a nadie»
Capítulo 3: El Dolor Callado
Me senté a su lado, con el corazón destrozado, las lágrimas nublándome la vista. Todos esos años, ella había vivido callada con miedo, con vergüenza sin decírselo a nadie. Le tomé la mano y la apoyé suavemente sobre mi pecho. «Ya no pasa nada. Desde hoy, nadie volverá a hacerte daño. Nadie tiene derecho a lastimarte excepto yo pero solo por quererte demasiado.»
Ella rompió a llorar un llanto suave, tembloroso, que llenó toda la habitación. La abracé con cuidado. Su espalda era frágil, los huesos se le marcaban esa mujer pequeña, que había aguantado tanto durante tantos años. Nuestra noche de bodas no fue como la de los jóvenes. Nos acostamos uno al lado del otro, en silencio, escuchando el canto de los grillos en el jardín, el viento entre los olivos. Le acaricié el pelo. Le besé la frente. Ella me rozó la mejilla y susurró: «Gracias. Gracias por demostrarme que aún hay alguien en este mundo que se preocupa por mí.»
Sonreí. A mis 61 años, por fin lo entendí: La felicidad no está en el dinero ni en las pasiones de la juventud. Está en tener una mano que te sostenga, un hombro donde apoyarte, y a alguien que se quede a tu lado toda la noche solo para escuchar tu corazón latir.
Capítulo 4: Un Nuevo Comienzo
Con el paso de los días, nuestra relación se hizo más fuerte. Lucía y yo empezamos a crear nuevos recuerdos juntos. Las mañanas eran nuestras, llenas de risas y charlas sobre el pasado, sobre los sueños que nunca cumplimos. Empezamos a pasear por el parque, a disfrutar de la compañía del otro y de la naturaleza.
Un día, mientras caminábamos, Lucía me dijo: «Javier, nunca pensé que volvería a ser feliz. Después de todo lo que pasé, creí que la vida sería solitaria para siempre.» La miré y le contesté: «La vida es un regalo, Lucía. A veces solo hace falta tiempo para encontrar el camino de vuelta a la alegría.»
Hicimos planes. Decidimos hacer un viaje corto a la costa, un lugar donde los dos habíamos sido felices de jóvenes. Alquilamos una casita y, al llegar, el olor a sal y el sonido de las olas nos envolvieron en paz. Era como si el tiempo se hubiera detenido para dejarnos revivir aquellos días dorados.
Capítulo 5: Las Sombras del Pasado
Pero no todo fue fácil. A veces, en medio de la risa, Lucía se quedaba callada, perdida en sus pensamientos. Notaba que el dolor del pasado aún la visitaba. Una tarde, sentados en la playa viendo la puesta de sol, le pregunté.
«Lucía, ¿qué te preocupa? A veces te veo lejos.» Ella suspiró y miró al horizonte. «A veces me da miedo que todo esto desaparezca. He vivido tanto tiempo con temor que no sé cómo manejar la felicidad.»
Le apreté la mano y le dije: «No tengas miedo, porque estoy aquí. Te prometo que nunca te haré daño. Juntos, enfrentaremos cualquier sombra.» Ella sonrió, pero en sus ojos había una mezcla de agradecimiento y tristeza.
Capítulo 6: La Confianza
Con el tiempo, Lucía empezó a abrirse más. Me habló de su infancia, de los sueños que tuvo y de las oportunidades que perdió. Hablamos de cómo siempre quiso aprender a pintar, pero nunca pudo.
Decidí apoyarla. Le compré un juego de acuarelas y le propuse que tomara clases. «Quiero que cumplas tus sueños, Lucía. Nunca es tarde.» Sus ojos brillaron, y por primera vez, vi una chispa de ilusión en su mirada.
Las clases de pintura se convirtieron en su pasión. La vi florecer mientras creaba. Cada vez que volvía a casa con un cuadro nuevo, su alegría me contagiaba. «Mira, Javier, pinté nuestro atardecer en la playa», me decía orgullosa.
Capítulo 7: La Comunidad
Lucía se involucró más en el pueblo. Se unió a un grupo de mujeres que compartían sus historias. La vi transformarse, no solo como artista,