El Mensajero Celestial

**El Ángel**

Una manita delgada se asoma por la reja del jardín y alcanza hacia las fresas maduras. Fingiendo no ver, sigo desherbando las cebollas.
—¡Buenos días, tía Pilar! —grita una vocecilla fina.
—Hola, mi sol —sonrío—. Ven, ayúdame a recoger fresas.
La reja está combada; levanto un poco la parte baja y entra en mi casa el Ángel, así le llamo a Alejo. Detrás de él, resoplando, se abre paso Bombo, un perro enorme, casi el doble de su dueño. Pongo un cuenco grande en medio del bancal. Alejo escoge las fresas más grandes y rojas. Tiene el pelo rubio, ojos azules y unos omóplatos afilados que parecen alas. Por eso le digo Ángel. Tiene cinco años: curioso y bondadoso.

—Alejo, ¿por qué regañaba tu mamá esta mañana?
—Es que quería pintar las sillas y se me cayó la pintura —responde—. Quería pintarle una casita a Bombo y se me resbaló el bote.
—No pasa nada. Después del té, compramos más pintura.

Mi Ángel lava sus manos sin que se lo pidan y se sienta junto a la ventana. Elige fresas con leche y un bollo tibio espolvoreado de azúcar. Al terminar, tiene bigotitos blancos. Bombo espera paciente en la alfombra; conoce las reglas. Le doy una tortilla de patatas, pero mira decepcionado como diciendo: «¿Solo esto?». Nos reímos y le lleno el plato con sopa. Nos perdona y come tranquilo.

Al rato, volvemos de la tienda con dos botes de pintura: blanca y verde. Hace calor, el cielo está despejado. En casa, recojo fresas y bollos en una bolsa. En el porche de Alejo, su abuela, ciega desde hace dos años, espera sentada. El Ángel le ajusta el pañuelo con cuidado y le coloca una taza de fresas en las rodillas —sé que le encantan—.

Pintamos las sillas de blanco y, después, la caseta de Bombo, que ahora es verde. Alejo está contento; al perro le da igual.

Vuelve Elena, su madre, del trabajo. Elogia a su hijo y nos invita a comer. Alejo guía a su abuela con paciencia, le da arroz con leche y una magdalena. Elena trabaja en un bar cercano; si es turno de tarde, llega de noche. Alejo es su apoyo: barre, ayuda a vestirse a la abuela, trae leña y agua. También llora si su madre le grita injustamente, pero ríe feliz al chapotear en el río, donde las gotas brillan al sol.

Al despedirme, le digo a Elena: «No le grites. Es un hombrecito; aliéntalo, no lo humilles». Ella se queja de la vida dura, de su madre ciega, del sueldo escaso.

—Tienes casa, salud, un hijo maravilloso —le digo—. Valora lo que tienes.

Alejo no desperdicia lo que aprendió: a los cinco años ya lee *La Sirenita* a su abuela. Al anochecer, vamos juntos a pescar al río. El sol, como un girasol maduro, se esconde tras los árboles, tiñendo las nubes de oro. El silencio lo envuelve todo. Nuestra charla no asusta a los peces; pronto dos brillantes nadan en el cubo. Mi gato cenará bien…

…Hoy vino el Ángel, ya adulto. Cuarenta y dos años, cirujano respetado. Visita las tumbas de su madre y abuela, y luego llega a mi casa con regalos. Todos le llaman Alejandro Martínez, pero yo sé que es un Ángel. Fuerte, bondadoso, que sigue sonriendo junto a la ventana, disfrutando de té y bollos. Al irse, me abraza con sus alas cálidas.

*La grandeza no está en lo que tenemos, sino en el amor que damos.*

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