El mensaje que cambió la vida…

Un mensaje que lo cambió todo…

Carla había viajado a Sevilla por trabajo, dejando en su Madrid natal a su prometido, Javier. Terminó antes de lo previsto y decidió volver sin avisarle, imaginando su cara de sorpresa. Javier nunca le había dado motivos para desconfiar, pero en el tren de regreso, las dudas la asaltaron: ¿y si lo pillaba con otra? Sacudió la idea, pero el corazón le latía con fuerza. Soñaba con su sonrisa al verla, pero el destino tenía otros planes. Al encender el móvil en la estación, un mensaje le heló la sangre.

Carla apoyó la frente en el cristal frío del taxi, ahuyentando pensamientos absurdos. ¿Por qué imaginaba escenas de telenovelas? Su vida con Javier era estable, casi aburrida. Quizá por eso inventaba dramas. El coche olía a colonia barata, como la que usaba su padre. El taxista, un hombre canoso de unos sesenta, se rascaba la oreja cansado, igual que su papá cuando llegaba agotado del trabajo. Cada frenazo la hizo aferrarse a la puerta.

“¿Cómo te llamas, chiquilla?” preguntó el conductor. “Carla”, respondió, sorprendida. “Yo, Emilio. ¿Tienes prisa? ¿Podemos pasar por la gasolinera?” El tren salía en tres horas, así que asintió: “Tengo tiempo, odio llegar tarde”. Emilio rio: “¡Las mujeres sois iguales! Mi mujer sale con cinco horas de antelación… ¡Por si hay atasco!” Carla se encogió de hombros; la puntualidad era su obsesión. “Por cierto, soy Carla Jiménez”, añadió, cambiando de tema. “¡Vaya! Mi hija se llama igual, y mi madre también”, dijo él, animándose.

Emilio le contó su vida, y Carla escuchó atónita. Creció en una familia humilde, trabajó desde los catorce, sin estudios, con una hipoteca que lo ahogaba. Sus hijos del primer matrimonio lo odiaban por abandonar a su madre. Su única alegría era su hija, a quien pagaba la universidad, soñando con que escapara de la pobreza. Carla imaginó: ¿y si él fuera su padre? Ella, hija de un empresario adinerado, jamás habría conocido a Javier, quien al principio preguntó por su familia y su colegio.

“¿Te ha gustado Sevilla?” preguntó Emilio al llegar a la estación. “Sí, es preciosa”, sonrió ella. “¿De dónde eres?” “De Madrid.” “¡Vaya viaje! ¿Trabajando?” Asintió. “¡Vuelve cuando quieras! Toma mi tarjeta, soy el mejor taxista, a pesar de la edad.” Le dio el contacto, y Carla, al mirarlo, pensó otra vez: se parecía a su padre. Como si en algún lugar existiera su doble.

En el tren, inventó historias como solía hacer. Soñó con ser escritora, pero su padre la obligó a estudiar empresariales para heredar su compañía. ¿Se arrepentía? No. Su vida estaba planeada, y eso la calmaba. No avisó a Javier, esperando sorprenderlo, pero todo cambió al recibir un mensaje de su madre: “Papá está en el hospital. Infarto.”

Nunca había visto a su padre débil. Era fuerte, invencible. Ahora yacía pálido, con cables en el pecho. Su madre salió a hablar con el médico, y se quedaron solos. “¿Cómo estás?” preguntó, conteniendo las lágrimas. “Bien, hija”, susurró él. Para no llorar, habló de su viaje: “Sevilla es preciosa, y el taxista… se llama Emilio, como tú.” Su padre la interrumpió: “Nací allí.”

Carla se quedó inmóvil. Él nunca hablaba de su infancia. “Y no me llamo Emilio”, añadió, con palabras que resonaron como el inicio de sus cuentos. Continuó: “Lo guardé siempre. Solo tu madre lo sabe. Ni siquiera mis padres adoptivos lo conocen. Tenía tres años cuando empezó. Nací en Sevilla, pero mi verdadero nombre es Daniel. Emilio era mi hermano mayor, quien me cuidó. Familia numerosa, padre alcohólico… Solo recuerdo pan con mantequilla y azúcar.”

Contó cómo su madre lo dejó en una casa abandonada. Su hermano rogó que no lo abandonara, pero ella se fue. Asustado, Daniel se perdió entre la multitud, subió a un autobús y terminó en un pueblo. Una mujer lo acogió, le dio de comer, y se convirtió en su madre. “No recuerdo nada, Carla… solo a mi hermano. Me gustaría saber de él.”

¿Y si el taxista Emilio era ese hermano? Recordó su historia de familia numerosa. “¿No los buscaste?” preguntó. “¿Para qué? No los recuerdo. Solo el nombre Claudia me suena… quizá una hermana. Quiero que mis nietos me recuerden. Y a ti… casarte. Sé que los jóvenes no lo valoran, pero hazlo por mí.”

Carla suspiró. No le disgustaba la idea, pero Javier nunca la había pedido. “Recupérate”, dijo. “Habrá boda.” En casa, Javier jugaba a videojuegos. “¡Vaya sorpresa! ¿Por qué no avisaste?” Él la abrazó, y ella, exhausta, rompió a llorar. Le habló de su padre, omitiendo su secreto, y soltó: “¿Nos casamos?”

Javier se apartó. “Carla, vivimos bien. ¿Para qué? Es cosa de tu padre. No es el momento.” “¿O sea que no quieres?” Su voz tembló. “Ya lo hablamos. Si quieres hijos, los tenemos sin papeles. No discutimos.” Ella calló, pero el rencor creció.

Cuando su padre mejoró, volvió a Sevilla sin decirle a Javier. Dejó una nota: “Necesito pensar.” Pero su verdadero objetivo era encontrar al taxista. Había perdido la tarjeta, y en el hotel, la recepcionista, Lucía, estaba de vacaciones. Las compañeras se negaron a dar su número. “Vuelve en dos semanas”, le dijeron. En la habitación, lloró sintiéndose perdida. ¿Qué hacía allí? Javier quizá ya la había dejado, y el hermano de su padre era imposible de hallar.

Javier escribió: “¿Qué significa esto?” “Lo que quieras”, respondió. “¿Dónde estás?” “No es tu problema. No eres mi marido.” Él no contestó. Alguien tocó la puerta: una empleada le susurró: “Toma la dirección de Lucía. ¡No digas nada!”

Al día siguiente, en un barrio humilde, un chico en camiseta le abrió. “Busco a Lucía.” “¿Eres amiga de Roberto?” “¿Quién es Roberto?” El chico, llamado Pablo, le explicó que Lucía había huido con su novio de un hombre controlador. “No te metas con Roberto”, advirtió.

Carla escapó, sintiendo que todo era un caos. No encontró a Emilio, peleó con Javier, y su vida, que quería emocionante, se desmoronaba.

En casa, Javier la esperaba: “¿Por qué no avisaste?” Parecía cansado, y Carla dudó: ¿habría estado con otra? “Es mi piso, ¿por qué avisar? ¿No trabajas?” “Es domingo”, sonrió. “¿Hambre? Pido comida.” Ella entendió: él no se había ido. “Quiero pizza”, refunfuñó.

“¿Dónde estuviste?” preguntó él. “No te lo diré.” “Mira en esa caja, ordené y no quise tirar nada.” Rebuscando, Carla encontró la tarjeta: “Emilio Torres”. “¡La buscaba por todas partes!” Él sonrió: “Mira más abajo.” En el fondo, había una cajita azul de terciopelo.

El corazón le latió con fuerza. Sabía lo que era, pero no se atrevía a tocarla. “Déjame”, dijo Javier, abriéndola. Dentro brillaba un anillo. “¿HasElla lo miró entre lágrimas y, por primera vez en su vida, supo que la verdadera felicidad no estaba en los planes perfectos, sino en los momentos inesperados que rompían la monotonía.

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